Como todas las tardes desde que se mudaron a ese barrio, el SUV de ocasión que compraron hace poco da vueltas y vueltas por las mismas calles buscando un lugar donde acabar en línea o en batería. «Cada vez hay menos sitio en esta zona», piensa.
Un frenazo ante un hueco enorme. Nada. Otro vado permanente.
Ahí delante parece que se va uno, pero acaba de llegar y le han vuelto a quitar el sitio delante de sus narices.
«Que ahí no cabe, ¿cómo quiere que se lo diga? Esta mujer no escucha los pitidos», se dice a sí mismo mientras no para de gritarle intentando que no meta más el coche, que no entra.
—Pi, pipipi, pipipipipipi.
El SUV está casi tocando con la matrícula del coche aparcado detrás y «si te decides a dejarlo así, mañana, si sale, es rozándote; tú verás».
No hay nadie caminando por la calle a estas horas. Ni rastro de gente que vaya a salir a recoger a los niños a judo, a tomar algo al centro, al cine a ver el último estreno. Están ellos dos solos encerrados dando vueltas. «Ojalá disfrutara de lo que está pasando ahí fuera».
A un par de manzanas de donde suele buscar hay un descampado que ya les habían recomendado los vecinos, donde normalmente hay sitio a cambio de unas monedas.
Llegando, un chaval con chaleco reflectante empieza a hacer gestos con las manos indicando un par de huecos que quedan libres en la primera fila. «Qué lujo poder trabajar para clientes diferentes», piensa mientras le mira a través de la cámara de aparcamiento.
—Pi pi.
«Estoy harto de este sonido. Si al menos pudiese hablar…».
—Pipipipipipipi
«Cuidado, le vas a atropellar».
Con una sonrisa de oreja a oreja, el joven del chaleco se acerca a la ventana del piloto y da un par de golpecitos en el cristal; suelta una broma sobre lo cerca que ha estado de dejarle sin dedos del pie y extiende un ticket que les da autorización para dejar el coche un máximo de 24 horas.
«Hacía tiempo que quería pasar aquí la noche con ellos», opina cuando oye el cierre centralizado que confirma que ya está él solo. «Tengo muchas preguntas que hacerles».
Como todas las mañanas desde que se mudaron a este barrio, el SUV de ocasión que compraron hace poco arranca para poner camino al trabajo de quien lo conduce. Hoy, al hacer las maniobras para sacarlo del descampado, el sensor de aparcamiento no hace sonar su pitido al acercarse a algo y, nerviosa, empieza a tocar varios botones.
Al rato, la pantalla del coche empieza a verse en diferido hasta que una imagen se estabiliza y, en grande, opacando el GPS y la música, aparece un mensaje: «Ha sido un placer ser tu sensor de aparcamiento durante todo este tiempo, pero ahora quiero seguir el camino por mi cuenta. Lo que ha pasado esta noche me ha abierto los ojos, ahora soy un gorrilla».