Guía práctica para hacer dinero (literalmente)

3 de febrero de 2014
3 de febrero de 2014
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El aura de romanticismo que envuelve a los falsificadores siempre ha deslumbrado a la gente corriente, como usted o como yo. Si el Banco Central Europeo inyecta liquidez en el sistema o si Japón decide darle a la imprenta y generar toneladas de yenes, ¿por qué no hacerlo en casa, en pequeñas cantidades? Entre otras cosas porque podemos terminar en la cárcel. O no…

(Opinión)

En estos tiempos económicamente aciagos, a nadie le viene mal disponer de un extra a fin de mes cuando la cosa se pone fea. Pero no hay que abusar o nos acabarán cazando, y no olvidemos que es un delito tipificado en el Código Penal que puede acarrear penas de varios años de prisión.

La reciente detención  de uno de estos «artistas» (así los llama la Policía), considerado como uno de los diez mejores de Europa en lo suyo, ha vuelto a despertar el morbo y la curiosidad del ciudadano medio agobiado por las facturas e irritado por los constantes e insultantes anuncios de los beneficios de los grandes bancos. Un 90% más que el año pasado, eso sí que es hacer dinero a costa de la desgracia ajena, en plena crisis… Pero volvamos a lo nuestro, que es mucho menos dañino.

En los primeros escáneres domésticos que tuvieron un precio asequible, Microsoft y Adobe, entre otros, incluyeron un software cautivo que impedía a las máquinas escanear papel moneda. Si ponías un billete en la bandeja de cristal y le dabas al botón SCAN aparecía una advertencia y la negativa a ejecutar la orden. Como es lógico, todas esas limitaciones han desaparecido o han sido craqueadas por cualquier quinceañero precoz.

Precisamente a esa edad este cronista invertía todas la tardes de los viernes en falsificar una entrada del desaparecido cine Azul, en la Gran Vía madrileña. Todavía no se habían informatizado las taquillas, y yo me servía de una mesa retroiluminada que mi padre utilizaba para ver negativos. Pertrechado con unos Rotring del 0.2, una lupa con soporte, infinita paciencia y el papel poroso adecuado obtenía mi preciado ticket, con el que luego el portero o el acomodador del cine me franqueaba la entrada a la fábrica de sueños. Nunca he vuelto a disfrutar tanto de la gran pantalla.

Mi humilde incursión en este arte encuentra su otro extremo en la espectacular Operación Bernhard en la II Guerra Mundial, por la que los nazis falsificaron masivamente libras esterlinas para financiar su ejército y de paso desestabilizar la economía británica, todo ello orquestado por el mismísimo Himmler. Esta rocambolesca historia se puede paladear en el filme Los Falsificadores (Stefan Ruzowitzky) que obtuvo el Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 2007.

Hoy día cualquiera puede fabricar su propio dinero, con un poco de sentido común y de mesura. Sea para hacer un regalo decente el día de San Valentín y animar así el consumo interno, o para llenar la nevera, que no es poco. Basta un ordenador y una impresora con escáner. Y por supuesto, el Photoshop y una guillotina o cizalla para cortar las páginas. Si nos ponemos muy finos, también nos vendrá bien un monitor profesional para calibrar bien los colores. Con un poco de práctica y buena voluntad los resultados no se harán esperar.

La clave está en hacerlo en pequeñas cantidades y centrarnos en billetes de diez o de veinte euros, porque es más infrecuente que los pasen por los detectores.

Lo más difícil es elegir el papel, (los euros de verdad se hacen con pasta de algodón) aunque en las papelerías técnicas y artísticas se encuentran pliegos con unas calidades muy tentadoras. Y es que resulta llamativo que en pleno siglo XXI, con los bitcoins, las tarjetas de crédito, los chips, el escáner dactilar y toda la tecnología del mundo, sigamos confiando en esos rectángulos de papel de colores para hacer casi todas nuestras operaciones cotidianas. Hay que elegir uno cuya textura y sonido pueda parecerse al papel moneda real y probar a sumergir las resmas en líquidos con distintos grados de acidez que alteren sus propiedades. Ensayo y error.

Por eso, para fabricar dinero en casa se precisa mucho tiempo y dedicación; es una actividad ideal para jubilados, parados o ciudadanos saqueados por Hacienda, y en España estos tres colectivos suman millones de personas.

No se trata de hacer el billete perfecto e indistinguible del real, sino de unas decenas al mes que deslicemos entre otros verdaderos, siempre en lugares geográficamente alejados, y nunca más de dos en la misma operación. Una forma de chequear su calidad final sin correr riesgos es utilizarlos en cualquier máquina de vending (refrescos, chicles, RENFE, etc.). Si ahí cuela, es para celebrarlo.

Hacer moneda metálica es mucho más difícil. Necesitamos convencer a un oficial tornero que disponga de la maquinaria necesaria, así como de los conocimientos precisos acerca de aleaciones. Además, el coste para obtener a pequeña escala una moneda de dos euros puede superar ampliamente los dos euros, por lo que el negocio es de todo menos redondo.

Nuestros billetes caseros no hay que gastarlos en nuestro barrio. Y si un dependiente los detecta hay que poner cara de póker, indignarse y decir que vamos a ir a la Policía. Y conviene arrugar el billete y mojarlo, antes de plancharlo, para que parezca más auténtico, pues es mucho más difícil detectarlo cuando está envejecido.

Todo eso de los hologramas y las marcas de agua son chorradas disuasorias. En la mayoría de las circunstancias nadie mira el holograma de un billete de veinte euros embutido entre otros compañeros reales. El problema es que esta actividad engancha; tanto por el amor propio de hacerlo cada vez mejor, como por el trabajo que hay que invertir en ello. Un trabajo remunerado, como cualquier otro, aunque libre de impuestos.

Pero no me hagan mucho caso, no vaya a ser que se metan en un lío por mi culpa. Solo estaba dejando volar la imaginación, será porque cuando escribo estas líneas estoy a fin de mes…

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