Los personajes de las películas hablan en privado… a tres metros de los demás

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Dos detectives de homicidios en un pequeño taller de coches. Un vehículo elevado. Otro, en el suelo con el capó abierto. Tres mecánicos en sus tareas. Otro conversa con una pareja de ancianos.

—¿Joe Flanagan? —dice un detective.
—Depende —dice Joe Flanagan apartando la cabeza del capó.
—Homicidios de Nevada —el detective enseñando la placa—. ¿Qué sabe de Patty McMillan?
—Hablemos en privado.

Flanagan se desplaza tres metros a su izquierda. Los detectives lo siguen.

—Patty McMillan era… una amiga —dice Flanagan tocándose el anillo de casado.

Tres metros bastan a Flanagan para crear un espacio privado. No baja la voz. Tres metros para acabar confesando que lleva dos años poniendo los cuernos a su esposa con Patty McMillan.

—Mi mujer no sabrá nada de esto, ¿verdad? —dice Flanagan.

Aún no sabe que Patty fue atropellada la pasada noche.

Una burbuja de intimidad en medio de un grupo de personajes es una herencia del teatro. Sobre el escenario seis personajes. Dos se apartan a una esquina. Intercambian palabras de amor con las voces lo suficientemente altas para que las palabras lleguen al público.

—Esta noche, cuando todos duerman, nos fugaremos —dice uno.
—Después tú serás mío y yo seré tuya.

El público del teatro acepta el truco. Finge que los otros personajes ajenos al cuadro ignoraron las palabras de los amantes.

Las películas y series de televisión utilizan el recurso aunque las cámaras pueden ir a distintas localizaciones. En una cena de Grandhouseintheworld, Lord Richman y Lady Bright comentan las habladurías sobre el coronel Pinkerton y su mozo de cuadras. El coronel, sentado a la mesa, es ajeno al diálogo tanto como los otros comensales. Los lacayos fingen ignorar el chismorreo.

En la barbacoa de los Palmetto, en un pequeño jardín tras un adosado, Lucky Palmetto pide a su sobrino que dé matarile a tío Willy.

—Siempre dije que eras el mejor, Lucky —dice tío Willy con una hamburguesa en una mano.

El asesino profesional cuenta al sacerdote que ha matado a nueve hombres. Las palabras rebotan en la pequeña iglesia. Una feligresa que pone velas a un santo es tan ajena al eco como el hombre que reza de rodillas ante el altar.

Hemos visto escenas parecidas en miles de horas de cine y televisión y no hemos reparado en la irrealidad de las mismas. Esto es encantador. En una época en la que el público demanda la lógica en las pantallas, aún queda cierta ingenuidad. Quiere creer en la intimidad de las confesiones y confidencias en habitaciones pequeñas con varios personajes pululando. Esto es fe en las imágenes.

¿Por qué ocurre esto? La cámara nos acerca a los amantes, los chismosos y los criminales. Los otros personajes del mundo ficticio están fuera del cuadro. No existen. Y si no existen, ¿por qué habría de enterarse de lo que hablan los amantes o los chismosos? Nosotros estamos en nuestro sofá. Existimos. La cámara nos concede el privilegio de escuchar.


Pintura original (masacrada por bocadillos del autor del artículo): The End of Dinner, 1913, por Jules-Alexandre Grün.

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