Cuando el presidente Lincoln la recibió como invitada de honor en la Casa Blanca en 1862, se cuenta que la saludó espetándole: «De modo que usted es la mujercita que escribió el libro que inició una gran guerra». No estaba exagerando. Bueno, quizá lo hizo con el apelativo de «mujercita», porque Harriet Beecher Stowe era una mujer hecha y derecha, aunque solo midiera 1,50 metros. En lo que había acertado del todo era en su capacidad para haber desencadenado una gran guerra contra la abolición de la esclavitud de los afroamericanos.
Su arma no había sido otra cosa que un simple libro, haciendo honor al apotegma de que una pluma es más poderosa que una espada: La cabaña del tío Tom. Y era irónico que un conjunto de hojas de árbol muerto prensado y salpicados de insectos de tinta hubiera sido el gran detonante de aquel cambio cuando no mucho atrás, en el advenimiento de la imprenta, aún había muchos escritores, pensadores y filósofos que abominaban de la impresión en serie de libros para que estos pudieran llegar a muchas más personas, como sugiere Victor Hugo de la boca de uno de sus personajes de Nuestra señora de París:
Son los malditos inventos del siglo los que lo echan todo a perder. Las artillerías, las serpentinas, las bombardas y, sobre todo, la imprenta, esa peste que nos viene de Alemania. Se acabaron los manuscritos y los libros. La imprenta mata a la librería. Está acercándose el fin del mundo.
OTRA HARRIET: TUBMAN
En el siglo XIX, la esclavitud continuaba siendo una condición tan natural en la sociedad que hasta un médico, Samuel A. Cartwright, era capaz de diagnosticar sin despeinarse drapetomanía: una enfermedad mental propia de los esclavos negros consistente en un irresistible anhelo de libertad, y una necesidad anómala de liberación por parte de sus amos blancos. De hecho, en Estados Unidos, en 1850, se aprobaba aún la Ley de Esclavos Fugitivos, que multaba con el equivalente a 30.000 dólares a todo aquel que ayudara u ocultara a esclavos huidos. La película Doce años de esclavitud, de Steven Spielberg, muestra hasta qué punto los cazadores de recompensas secuestrar a cualquier afroamericano, libre o no, para devolverlo a la esclavitud.
La única forma de escapar de esta tiranía para aquellos afroamericanos era huir a Canadá. Más de 60.000 hallaron refugio y libertad en este país, en parte gracias al «ferrocarril subterráneo» de Harriet Tubman, nacida como Araminta Ross, una infatigable luchadora por la libertad de los afroamericanos.
En realidad, este ferrocarril no era tal, sino una forma metafórica de describir el conjunto de actividades clandestinas para cruzar la frontera, tal y como hoy en día se usa espaldas mojadas o coyote en el ámbito de las actividades para cruzar irregularmente la frontera entre México y Estados Unidos.
Los nombres relacionados con el ámbito ferroviario no acababan aquí, pues, por ejemplo, se establecían «estaciones del ferrocarril», es decir, lugares (normalmente casas particulares) donde los fugitivos llegaban y podían esconderse.
Ayudar a los afroamericanos era peligroso porque podía ser castigado con la muerte; por consiguiente, también era una actividad minoritaria. Solo quienes habían vivido de primera mano los horrores de la esclavitud, como la propia Tubman, o quienes mostraron una especial compasión por otras personas con independencia de la concentración de melanina de sus pieles osaban desafiar el paradigma reinante, esto es, que los afroamericanos habían nacido para servir al hombre blanco.
Otra Harriet, sin embargo, se encargaría de transmitir estas ideas raras y esquinadas para la época a gente que quizá nunca se había planteado tales cuestiones. Se llamaba Harriet Beecher Stowe y escribió La cabaña del tío Tom en el año 1852 inspirándose, precisamente, en las gestas de Harriet Tubman.
LA BRECHA
Nada más publicarse, La cabaña del tío Tom se convirtió en un éxito de ventas nacional. Con una prosa muy gráfica y directa, con la que representaba de la forma más fiel posible el lenguaje de sus personajes, Stowe puso en la picota la Ley de Esclavos Fugitivos, así como la brutalidad de la esclavitud, ejerciendo una influencia extraordinaria en el aún tímido movimiento abolicionista en la que se considera la primera gran novela estadounidense con un héroe afroamericano. Lo cual resulta irónico, porque su autora nunca había pisado el Sur estadounidense. Sin embargo, Harriet se había criado entre abolicionistas: su mismo padre, Lyman Beecher, era ministro religioso congregacional abolicionista de Boston.
La cabaña del tío Tom se convirtió en la novela más vendida en el siglo XIX, y el segundo libro más comprado de la época después de la Biblia. Una comparación muy conveniente teniendo en cuenta que muchos lectores asociaron los valores que transmitía la novela con los del libro sagrado, pues Harriet era una devota cristiana, hija del presidente de un seminario cristiano, y esposa de un profesor de literatura bíblica en la facultad.
Tras el primer año de su publicación, se vendieron unas 300.000 copias del libro. Y eso fue posible posible gracias a la imprenta de los que antaño abominaron luditas y agoreros diversos que consideraban que la cultura de masas era mala per se.
Aquel simple libro logró así abrir una profunda brecha emocional, pero también intelectual, entre el Norte y el Sur en el debate sobre el futuro de la esclavitud, propiciando la guerra de Secesión. De este modo, Estados Unidos se sumaba a otras corrientes intelectuales como las que habían florecido en Gran Bretaña, que ya había conseguido prohibir la trata de esclavos en 1807 y la esclavitud en 1833. Abraham Lincoln, recién llegado a la Casa Blanca en 1860, dio el golpe de gracia a las convicciones sureñas, tal y como explica el historiador Timothy C. Winegard en su libro El mosquito:
Aunque Lincoln aseguró repetidamente a los estados esclavistas que no aboliría la institución allí donde ya existiera, también fue inflexible en que la esclavitud no podía extenderse hacia los nuevos estados y territorios del oeste. Los granjeros blancos y pobres, como su propio padre, necesitaban una oportunidad para poder llevar una vida decente cultivando plantas en «suelo libre», sin la competencia imposible de los salarios del trabajo de esclavos no remunerados.
EMPATÍA
Los psicólogos Raymond Mar y Keith Oatley han sugerido que la lectura potencia la empatía y el progreso humanitario, como explican ampliamente en su estudio publicado en Journal of Research in Personality. Por eso no es extraño que muchas obras de ficción hayan sido determinantes para cambiar la mentalidad sobre temas espinosos de millones de personas. Esa clase de temas que requieren que nos metamos en la mente de otra persona, sobre todo si es una persona que no consideramos como tal porque ha sido cosificada hasta límites que quedan vedados para nuestra empatía.
Al leer una autobiografía o una biografía que refleje fielmente los pensamientos de los protagonistas, los insectos de tinta nos permite entrar en esa mente ajena y compartir temporalmente sus actitudes y reacciones. Por ejemplo, los malos tratos infantiles en orfanatos también empezaron a combatirse justo después de la publicación de novelas como Oliver Twist (1838) y La leyenda de Nicholas Nickleby (1839), ambas de Charles Dickens. Porque, tal y como lo explica el psicólogo cognitivo Steven Pinker en Los ángeles que llevamos dentro:
Es fácil suponer que el hábito de leer las palabras de otras personas nos puede habituar a entrar en su mente, con todos sus placeres y aflicciones. Introducirse siquiera por un instante en la perspectiva de alguien que se está poniendo negro en la picota, apartando desesperado leños ardientes o retorciéndose bajo doscientos latigazos podría hacer que la persona reflexionara sobre si alguien debe jamás sufrir tales crueldades.
Está claro que cualquier cambio social responde a un conjunto de factores difíciles de aislar, pues todo está conectado con todo de un modo en ocasiones inextricable, tal y como lo están las raíces de los árboles. Lo que también parece evidente es que aquel libro de Harriet Stowe, La cabaña del tío Tom, constituyó una de las raíces principales para el cambio de paradigma sobre la esclavitud afroamericana, catalizando de una forma nueva y mucho más ubicua esa capacidad que todos tenemos de ponernos en zapatos ajenos.