Llegamos por fin a esta tercera y última entrega de la serie (después de esta y esta). Lo cierto es que estoy deseando cambiar de aires, ¿quién me mandará a mí… ? En fin, la idea de buscar y comprar sustancias ilegales, y luego revenderlas parecía más fácil sobre el papel. Y por favor, ¡dejen de enviarme correos pidiéndome los teléfonos de los camellos!
Repasando, les he descrito mis experiencias con el camello hipster, el colombiano en el coche, el que acepta tarjetas, el camello chica, el religioso, el culto, el paternalista, el policía… Solo nos quedan dos para terminar los diez dealers prometidos.
9.- La matriarca gitana
Para los no iniciados, una cunda es un coche viejo conducido por un toxicómano que a cambio de una pequeña dosis te lleva a los poblados donde se venden estas cosillas.
Es martes, 11 de la mañana. Yo tengo el pelo muy largo, aunque siempre lo llevo recogido en una trenza o coleta, así que me lo suelto y dejo que se ensucie y enmarañe unos días. No me afeito. No me ducho. Lo peor: encuentro un perverso placer en todo ello. Me pongo unos vaqueros rotos, unas zapas descatalogadas y camino lentamente hacia la plaza de Embajadores.
Mi nombre sigue siendo Vladimir, por lo que pongo acento ruso (la cara ya la tengo) y rezo por no toparme con un eslavo auténtico. Escaneo la plaza y elijo a mi interlocutor para buscar una cunda.
Te puede llevar el Miki, pregunta allí.
“Allí” es un Opel Corsa que alguna vez fue rojo. Dentro está el conductor y otros dos individuos. Cuando la cunda se llena se hace el viaje, como en los taxis de los países árabes, pero más seguro.
El trayecto transcurre mientras mis dos compañeros están discutiendo de algo que no comprendo (soy ruso), y tras unos quince minutos recorriendo los aledaños de la M30 llegamos a una casucha y un tipo en la puerta saluda al tal Miki.
– ¿Y este? – pregunta señalándome a mí.
– Este viene conmigo. Es ruso. Buena gente, ¿verdad Vladimir?
– Da, digo sí.
Entonces entramos todos en la casucha, y tras franquear tres puertas llegamos ante la Jefa-de-Todo-Aquello. Una gitana que me recuerda a Voldemort me escruta con sus ojillos negros de avispa preparada para un picotazo. Sonrío como hacemos en el Cáucaso, y el tal Miki vuelve a respaldarme.
– Es Vladimir, se va a quedar en la ciudad un rato, ¿verdad?
– Sí , sí… – acierto a decir. Y saco mi billetito doblado en cuatro pliegues.
– Mira, Vlad, eso está bien… pero es la primera vez. Y por un poco más podemos pillar algo bueno de verdad, ¿qué me dices? – mientras mira mi cara de sorpresa hace una seña a la matriarca, que desaparece tras un portón y vuelve con el “temita” en su mano.
Al final la broma me costó 70 euros, y encima tuve que probar la cuestión allí mismo para certificar lo buena que era.
– Jaraschó! – dije, esperando que alguno hablara ruso.
Le di a Miki su parte y me devolvió en la cunda a Madrid. No tenía apetito y pasé toda la mañana muy nervioso, hasta que el efecto se diluyó.
10.- El camello Dyaz
Y llegamos al último camello de la serie, que soy yo, deshaciéndome de todo lo adquirido. ¿Qué mejor lugar que un lugar donde se pueda bailar house hasta el amanecer? Resucitando mi intenso pasado clubber no me cuesta mucho revivir esas sensaciones. Apoyado en una columna junto a la pista, me como un cuartito de pasti, solo para recordar viejos tiempos…
En estos lugares hay códigos, y normalmente, proveedores ‘de la casa’, por lo que es mejor andarse con cuidado. Esta vez he pedido a una amiga que me haga muchas trencitas en el pelo, y es allí donde he guardado las bolsitas con el material.
Pero los habituales y los de seguridad en seguida me echan el ojo. Porque ya no tengo veinte años, porque voy solo, y porque llevo trencitas. No pasa nada, me encanta la música house y el mínimal que están pinchando, y por un momento se me olvida que estoy trabajando para Yorokobu. Claro; va a ser que el cuartito ya me ha subido: estoy feliz.
Tomo la precaución de esconder en uno de los pulcros WC la mayor parte de mi mercancía. El riesgo de que alguien la encuentre es mínimo, y así, en el caso de ser sorprendido vendiendo algo, solo me encontrarán eso.
El problema es que me obliga a visitar los lavabos cada dos por tres. Como solo bebo cerveza, la cosa está justificada, pues todo el mundo sabe que el house es un poderoso diurético, pero a medida que avanza la noche hay más gente en los lavabos. Ya me han entrado varios clientes, y he liquidado parte de mi arsenal, aunque con algunas sustancias aquí no me atrevo, porque me la juego más. He repasado el código penal y he hablado con un amigo abogado para saber dónde están las líneas rojas.
Es obvio que esas otras cosas no las vendí en este entorno, pero ya irán cayendo; mi agenda es amplia y variada, y mis escrúpulos están de vacaciones.
La verdad es que ser camello me ha parecido muy estresante. Creo que se ganan de forma merecida sus emolumentos y que deberían cotizar a la Seguridad Social y gozar de las coberturas de cualquier otro trabajador, como los médiums, las cocineras o los community managers.
Y ahora, si me disculpan, me voy a un balneario.