Un grupo de investigadores ha conseguido determinar algunas costumbres, la dieta y los flujos migratorios de los daneses del pasado. La novedad es el método que han utilizado para ello. ¿Documentos? ¿Libros? ¿Pinturas? ¿Fósiles? No. Estos señores se han pasado meses examinando detenidamente restos de heces. Para que luego te quejes de tu trabajo.
En un primer momento, nadie pensaría que las heces son un tema de conversación en universidades y academias de Historia. Sin embargo, mientras que para buena parte de la población una hez es exactamente eso, una caca, para los arqueólogos es casi como la Piedra Rosetta.
Hace unas semanas un grupo de investigadores daneses publicó un estudio titulado Ancient DNA from latrines in Northern Europe and the Middle East (500 BC–1700 AD) reveals past parasites and diet que, como su propio nombre indica, analiza el ADN procedente de letrinas del norte de Europa y Oriente Medio de los años 500 AC al 1700 DC para conocer un poco mejor a sus antepasados.
Entre las cosas que encontraron en su investigación estaba una serie de huevos procedentes de parásitos intestinales, así como restos biológicos de origen vegetal y animal. Con estos datos, los investigadores han podido determinar con bastante detalle algunos de los aspectos de la vida de los daneses de hace siglos.
Por ejemplo, han confirmado que la población de esa época tuvo parásitos intestinales al menos una vez en su vida. Además, el hecho de que algunos de esos parásitos se transmitan de animales como el cerdo o el pescado crudo, ha permitido saber que ese tipo de alimentos eran habituales en la dieta.
Pero las lombrices intestinales no solo determinan los hábitos alimenticios. El hecho de que algunas de esas especies se hayan encontrado también en letrinas de países como Uganda o China, ha probado que ya en la Edad Media existían rutas comerciales entre esos territorios y Dinamarca.
De hecho, las heces también han servido para seguir el rastro de expediciones y viajes como el de Meriwether Lewis y William Clark. Esta pareja de aventureros norteamericanos inició en mayo de 1804 un viaje para establecer una ruta que recorría el cauce del río Misuri y llegaba hasta el océano Pacífico. El trayecto se alargó durante más de dos años, a lo largo de los cuales hicieron más de 500 paradas.
Como en el caso de los historiadores daneses, los norteamericanos han podido determinar el trayecto de Lewis y Clark gracias a las heces de los expedicionarios, las cuales no se parecían al del resto de los demás humanos de la zona.
Según los documentos de la expedición de Lewis y Clark, para evitar el estreñimiento, sus miembros eran medicados con unas pastillas comercializadas bajo la marca Dr. Rush, cuya principal característica era su alto contenido de mercurio. Con este dato, a los historiadores no les costó mucho rastrear aquellos desechos orgánicos en los que abundaba ese metal y reproducir la ruta seguida.
La presencia de metales en las heces no es algo exclusivo de los hombres de Lewis y Clark. Según un informe del Servicio Geológico Estadounidense del que se hizo eco la BBC hace unos años, los detritus humanos contienen numerosos materiales de este tipo, incluidos oro y plata. De esta forma, las heces producidas por una ciudad de un millón de habitantes pueden contener hasta trece millones de dólares en metales.
Definitivamente y aunque no resulte un tema sencillo de gestionar, si las heces son capaces de producir abono, servir de biocombustible, sanear las cuentas de una ciudad de un millón de habitantes e informar sobre hechos históricos, tal vez habría que tomárselas más en serio.