Héctor Urién ha venido hoy con labios rosas y esponjosos. Los necesita de altoparlante para decir: «La palabra siempre está en la boca. Ahí es donde tiene que estar».
El narrador oral lo afirma con firmeza. Y está en lo cierto. Al oír su voz, tan bien modulada que deja de imbéciles a los sintetizadores, desaparece la música de fondo y los alrededores. Qué importan los memes de internet; qué estorban las series de televisión:
—Seguimos contando las historias de viva voz. Las personas siguen emocionándose con las palabras.
Y desmiente que los faralaes que pone la tecnología a las narraciones de hoy (las series, los videojuegos, la realidad virtual) quiten protagonismo a los relatos hablados:
—Es un mito perezoso decir que en la época actual la palabra y la narración están en desuso. El relato oral es muy plástico. Te puedo contar una historia en un minuto o en una hora, puedo modular, puedo variar en función de lo que recibo de ti. El meme no lo es. Puedes enseñarlo o no enseñarlo pero no puedes hacer nada más.
La tecnología tampoco ha podido tirar la última frontera. En un café de Madrid, frente a una Coca-Cola traicionada por el frigorífico (tiene tanto hielo que parece más un sorbete que un refresco), dice:
—Hay un lugar donde la radio, la tele o internet no pueden entrar: en el discurso que uno tiene consigo mismo. El discurso que tienes contigo es a base de palabras. No tenemos otra forma de comunicarnos con nuestro yo interior. Es lo que hace que las historias se mantengan de viva voz.
Héctor Urién cuenta que narra cuentos desde que tuvo dedos para contar. La curiosidad y «una vena científica inextirpable» lo llevaron a estudiar Biología, pero un día descubrió que podía vivir del cuento. Lo hace desde entonces. Recorre escenarios, es profesor y ha publicado un libro donde explica el relato desde la teoría del caos y la geometría, La narración fractal: arte y ciencia de la oralidad.
Lleva 280 noches contando los cuentos de Las mil y una noche en un pequeño teatro del centro de Madrid. Lo hace cada martes, desde la primavera de 2012, y piensa llegar a los 1000. El próximo viernes este narrador escénico se lleva sus cuentos a Logroño. Él inaugura Trabalengua con un espectáculo de Amor, sexo y lo que surja. Es la forma de abrir boca de este congreso de lengua en el que también participan el profesor de Ciencias Políticas Pablo Simón, el periodista Álex Grijelmo, la psicolingüista Mamen Horno Chéliz o la dramaturga Itziar Pascual.
¿Cómo has ido aprendido a narrar?
Cuando yo aprendí, no había escuelas. Buscaba en el teatro y en la poesía. Fui aprendiendo desde las mismas tablas. Veía al público e iba cambiando: calibraba. La palabra calibrar es muy importante en la narración, porque ofreces una cosa y como obtienes un feedback, puedes calibrarla hasta darle el ajuste que quieres. Hay un elemento que usamos siempre y que también hace el cine de Pixar: utilizar varias fases de lectura.
¿En qué consisten esas fases de lectura?
Yo, como narrador, estoy haciendo una función abierta. Es una función infantil y tengo público de muchas edades. Una línea va para los chavales de 7 años (un trabajo más histriónico, equivalente al de los dibujos animados) y a la vez estoy lanzando cables al público adulto. El teatro lo ha hecho toda la vida. Es el truco que utiliza Pixar: dirigirse también a los adultos porque son los que pagan las entradas. O El pollo Pepe. El famoso cuento de El pollo Pepe. No sé si lo conoces.
No.
Es un cuento en el que los niños no ven la referencia sexual, aunque es un libro infantil. «El pollo Pepe tenía una graaan…».
Jajajaja.
«El pollo Pepe tenía una graaan… ¡cola!». Y entonces sale con la cola. Los niños ven lo que ven. Eso está ya en Las mil y una noches. En la noche 500 de la traducción de Mardrus, el sultán le dice a Sherezade: «Has contado unas historias de subir el ánimo y ahora vamos a contar otras que suban más el ánimo». Sherezade le contesta: «Mi hermana está aquí y no sé si es apropiado». Y el sultán le dice: «Para el puro, todas las cosas son puras». Ella no va a ver lo que Sherezade va a decir; ella va a ver lo que puede ver. Esto es muy habitual en la narración.
Esto significa que las bases de la narración son milenarias.
Sí. Hay pequeñas novedades. Tienes que cambiar algunas cosas porque los recursos se gastan o porque el público se ha acostumbrado a otra cosa. Pero lo más básico permanece.
¿Cómo sientes la narración escénica? ¿Qué tiene de teatro, de oralidad…?
Vivo de forma muy diferente el espectáculo de Las mil y una noches, que es una historia nueva cada día, al espectáculo cerrado en el que sé perfectamente lo que voy a contar. Hay una preparación interior: cambiar el estado, diría el actor. Te metes en el personaje. El narrador, en cierto modo, también es personaje, pero no es un personaje definido.
Yo lo noto. Cuando subo al escenario, soy una dimensión diferente de mí mismo. Últimamente lo he ido notando más. Preciso un rato interno para mí y preciso entrar en contacto con el público antes de subir. Necesito ese primer contacto porque calienta al personaje. Y cuando no lo puedo hacer, siento que entro frío. El contacto con el público hace que no me sienta solo. Ahí el público es mi compañero de escena. Bailo con él. Con eso es con lo que yo construyo la escena y una vez dentro, voy calibrando: qué tipo de historia vamos a tener, qué tono, qué ritmo, y eso se calibra en los primeros minutos. Entonces combinas el cuento que tienes en la cabeza con el momento presente.
¿Prefieres narrar con efectos o dejarlo todo a tu voz y tus gestos?
He visto que muchos hemos utilizado un elemento para escondernos. Puede ser un objeto o puede ser un Power Point. Lo que sea. A veces es necesario un apoyo para mostrar algo. Pero otras veces, no: es un mensaje redundante. El que queda abajo es tu mensaje y el que queda en alto es el otro.
Creo que con nuestra voz y nuestro cuerpo tenemos recursos suficientes. Tu voz, presencia y discurso son más que suficientes para contar algo. Si te pones ese límite, tendrás que desarrollar esos tres elementos. Acercarnos a la realidad de las cosas nos aleja de lo simbólico, el contar, y nos hace creer que todo lo que vemos en el escenario tiene que ser la realidad, el teatro realista. Eso nos lleva a que el personaje que es blanco tenga que ser blanco, y no. Porque lo que está pasando en el escenario no es la realidad. Creo que la historia desnuda ayuda a que lo que pase en la función sea simbólico. La palabra dibuja un poquito pero no construye un señor ahí delante.
La palabra es una lanzadera. Despierta la imaginación. No te da el trabajo hecho como las películas.
Claro. La palabra es un tipo de comunicación íntima. Yo lo llamo contar primario: yo digo unas palabras, se depositan en varios cerebros y cada uno se hace su composición. Esto no ocurre cuando todos vemos una misma imagen. Es lo que dice ahora [Fernando] Aranburu: «Ya no me puedo imaginar a los personajes de mi novela, porque los he visto». Ya no es algo íntimo; es de todos. La palabra también genera intimidad, porque lo que tú ves de lo que yo te cuento, lo ves tú sola.
¿Qué te llevó a contar cada martes un cuento de Las mil y una noches?
Es mi proyecto más importante. Creo que nadie más lo está haciendo. En español, nadie. En inglés, creo que tampoco. Ahí abarcas medio mundo. Es una idea que surgió de la crisis. El mundo de los narradores resistió un pelín porque hacemos un espectáculo barato. El Ayuntamiento tal, en vez de contratar una compañía de teatro, nos contrataba a nosotros. Aguantamos pero a finales de 2011 también caímos.
El verano de ese año leí Las mil y una noches. Fui a ver a un amigo músico y descubrí que en estos espectáculos la gente canta. La gente va varias veces a ver a un mismo músico y a escuchar unas mismas canciones. Pero a mí no. Necesito un espectáculo que vaya girando cuentos diferentes. No van a cantarlos, pero si yo genero historias distintas, vendrán.
Me dio tanto miedo que decidí hacerlo. Eso es una brújula: si me da miedo, ahí hay que ir. Me aterraba porque tenía que preparar una función nueva cada semana. Las mil y una noches se prestaba a este tipo de espectáculo porque van cambiando en cada sesión.
¿Cómo te preparas cada noche de las mil y una?
Ha ido cambiando. Al principio era muy agobiante. Ahora tengo una estructura y lanzo el cuento para jugar. Lo preparo en mi cabeza, lo grabo, lo escucho. Si puedo, lo cuento a alguien y ya tengo una experiencia de partida.
¿Vas improvisando?
Total. Alguna vez también uso juegos, como los mashup. Eso hace que 280 cuentos después no esté cansado.
Tantas noches de cuento han hecho que Héctor Urién ya haya amaestrado la narración. Pero tiene su técnica. «Cuando empiezas a contar, los cuentos se esconden de ti. Se ponen bigote, se disfrazan de gente seria y no quieren que los cuentes», relata. «A medida que vas ganando soltura, los cuentos te salen al paso. Al principio crees que necesitas una superhistoria y ningún cuento te vale. Pero a medida que vas adquiriendo arte, talento, tablas, descubres que casi todas las historias son contables».