El público reconoce una película de Alfred Hitchcock tanto como una pintura de Klimt, de Hopper o de Van Gogh. Cuando un crítico de cine de Variety o de Hollywood Reporter escribe que una nueva producción tiene un ‘estilo de Hitchcock’, las distribuidoras destacan la frase en los carteles publicitarios. Los empresarios saben que el nombre del inglés es un reclamo poderoso para vender incluso un sucedáneo.
Que el público identifique el estilo se debe a que es marcado. La comparación con los pintores no es gratuita. «Tenemos que rellenar el tapiz», decía el director a sus colaboradores tras cada escena: pretendía que cada plano fuera rico en detalles con una composición que tenía en cuenta el poder del centro.
Si Hitchcock no hubiera existido, los defensores de la teoría del autor no hubieran sostenido sus ideas con convicción suficiente. Ellos consideraban que un director es autor si desarrolla una serie de temas de manera constante a través de distintas películas, con un estilo visual reconocible y personal, distinto al de otros directores (Billy Wilder dijo en una entrevista que la intención de rodar Testigo de cargo era hacer un Hitchcock mejor que Hitchcock).
«La gente dice que necesita ver el film varias veces para observar el conjunto de los detalles», dijo el hombre que recordamos al ver tres pájaros en una hilera de cables. Hay un matiz. Hopper o Picasso precisaban de lienzo y pinturas; el director británico desarrollaba una tarea compleja para que cada plano tuviera el sello personal.
No quería la improvisación de los actores, por eso aconsejó: «Nunca trabajes con niños ni con animales ni con Charles Laughton», aunque fue reincidente con animales y con niños. También detestaba a los actores que buceaban en las motivaciones de los personajes. Conocida es la anécdota durante el rodaje de Recuerda en la que Gregory Peck preguntó: «¿Cuál es la motivación de mi personaje?». La respuesta del director fue: «Tu sueldo».
Hitchcock sólo pedía a los actores: «Mira a la derecha» o «mira arriba». En muchos casos, planos que parecían ajenos a la película. Lo llamaba rodar una película a trocitos. Esto disgustaba al productor David O. Selznick, el Zar, que deseaba imprimir su sello en cada película y había contratado al joven director para varias películas.
A Selznick le gustaba contar con material para jugar en la sala de montaje. Con el rodaje a trocitos, Hitchcock se aseguraba de que nadie, excepto él, supiera cómo montar el film. Así evitó la intromisión del Zar, que había puesto en pie Lo que el viento se llevó con un control cercano y obsesivo sobre cinco directores y quince guionistas, incluyendo Scott Fitzgerald.
La técnica tampoco le era desconocida a Hitchcock. «Es el primer técnico el mundo», dijo Truffaut. El mago aportaba sugerencias que en ocasiones molestaban a los técnicos, que veían en ello una intromisión en su trabajo. Cuando rodó La soga, su primera película en color, estaba preocupado porque la luz artificial reflejara el paso de las horas del día. El color como problema se añadía a la dificultad de rodar ocho planos secuencia (que acabarían por aparentar uno solo). A Hitchcock le gustaban los riesgos.
Pero Hitchcock es más que un estilo visual elegante, vibrante y rico en detalles. Los autonombrados herederos no lo entendieron y acabaron rodando películas con una estética refinada, pero vacía (una característica del cine posmodernista). Para el inglés, antes que la técnica, estaban las emociones, las historias.
En la conversación con Truffaut, Hitchcock hace constantes referencias a los cuentos de hadas para referirse a sus películas y sus personajes. En Rebeca está el ejemplo más claro: la protagonista humilde, sin nombre, vive como Bella en un castillo con un ogro transmutado en ama de llaves.
El mago del suspense era un cuentacuentos. Amenizaba las fiestas con anécdotas, se dirigía al público en los trailers de las películas y más tarde, presentó complacido cada capítulo de la serie Alfred Hitchcock aceptando con gusto las propuestas extravagantes del guionista James Allardice. Hitchcock aparecía con una soga al cuello o dentro de un cañón. Con intervenciones así se hizo popular entre el público.
El gusto por la narrativa en sus formas más pequeñas llega a la obsesión: pedía a los guionistas que escribieran cada escena como si fuera un pequeño cuento con valor por sí mismo. Cuento que más tarde expondrá a través de imágenes más que con palabras. La ventana indiscreta se convierte en el ejemplo más logrado: cada ventana es un cuento con apenas sonidos.
El mismo comienzo de la película es una declaración de intenciones: una fotografía de una salida de coches de carreras, una fotografía torcida de la pista, una cámara rota, una revista de fotografía, la pierna escayolada de James Stewart. Ni una palabra. Un ejercicio de concesión difícil de superar.
En estos relatos hay temas constantes: la culpa, los remordimientos, las madres castradoras, las dobles vidas, la acusación injusta y los miedos paralizantes. Aunque quizá el tema que más interesó a Hitchcock fue la mujer. La protagonista no es una femme fatale, salvo por error o contra su voluntad. La mujer es la víctima o el objeto del deseo y a la vez de estudio; en algunos casos, todo a la vez, como la Kim Novak de Vértigo que James Stewart quiere reconstruir para acercarla a un ideal.
También, como la Tippi Hedren de Marnie, la ladrona que Sean Connery pretende desmontar para conocer sus mecanismos mentales. Construcción, deconstrucción… procesos distintos, pero que comparten una cualidad: el movimiento, como los engranajes del cerebro de Hitchcock, que nunca paraba de maquinar historias.
Un cerebro que de alguna manera queda a la vista en la exposición Hitchcock, más allá del suspense, en el Espacio Fundación Telefónica de Madrid. Se produce así una paradoja: Hitchcock entraba en las cabezas de los espectadores; ahora son los espectadores quienes pueden entrar en el mundo del director de cine: secretos creativos, secretos del rodaje, anécdotas, fetiches, bocetos… creados por el director y sus colaboradores (guionistas, músicos, diseñadores de vestuario, técnicos…), que entregaron sus esfuerzos para crear una marca de la que el propio director no pudo escapar aunque lo intentó con Kaleidoscope, que hubiera sido su obra más polémica, llena de sexo y sangre, y aberraciones.
«No es una película Hitchcock», dijeron los directivos de Universal Studios, que temían que el director perdiera la reputación de cineasta clásico. El Hitchcock hombre había creado un Hitchcock dios al que debía rendir cuentas.