El optimismo que proporciona el conocimiento no significa nada junto a la sensación de acariciar nuestros gadgets más queridos. El router, el iPhone, el microondas, el vibrador, la colección de mandos a distancia (Blue Ray, aire acondicionado, smart TV, persianas abatibles… ) o el subfusil de asalto.
Me ha sorprendido recibir varios correos en mi buzón a raíz del post del pasado lunes, de gente preocupada por ese «día después» en el que nos vemos privados del dominio de la corriente eléctrica y nuestras habilidades se ven reducidas de manera alarmante, pues pocas son las tecnologías desvinculadas del sometimiento del electrón.
Todas esas personas compartían el mismo secreto temor: la obsolescencia programada del ser humano es inversamente proporcional al número de dispositivos que le rodean, que crece cada día. Y todas ellas prefirieron escribirme en privado antes que mostrar en el blog sus puntos de vista. ¿Por qué?
Se trata del pudor ante una debilidad confesa. El soma de Aldous Huxley en Un mundo feliz está disperso entre diversos aparatos, cuya ausencia, avería o extravío nos conduce a estados de ansiedad o depresión más o menos profundos. Estos objetos eléctricos hacen más muelle nuestra vida diaria, y por ellos (y por sus fabricantes) empeñamos largas jornadas de trabajo, confiando en la dosis prometida de comodidad y escapismo.
Si lo pensamos bien, el objetivo de la tecnología ha sido desde los albores de nuestro desarrollo, maquillar la realidad. Convertir la noche en día, el frío en calor, el residuo en alimento, la soledad en comunidad, la vejez en juventud y las tierras yermas en vergeles. En definitiva, autoengañarnos.
Puede que Orwell, el otro gran distópico del siglo XX, se equivocara, aunque nunca sabremos si fue precisamente gracias a la alarma que causó su 1984. ¿Cómo habría sido el fin de siglo sin sus advertencias, presentes incluso en el corazón de los gobiernos?
El tiempo transcurre hacia delante, pero nuestro cuerpo lo hace hacia atrás. Es una carrera contrarreloj que solo puede ganarse con ayuda de la ciencia… y de la filosofía, que es la otra cara del mismo dilema.
Las utopías arquitectónicas dan paso a mundos virtuales, por lo que el fracaso de Geocities o el de Second Life no debería desanimarnos. Tarde o temprano surgirá otra burbuja de irrealidad, más perfecta, más seductora y que nos aleje más de nuestras vidas.
Pagamos fortunas a los cirujanos plásticos para que el espejo nos diga «No tienes la edad que tienes». Se erigen ciudades sostenibles en medio del desierto, aunque el proceso de su construcción sea lo menos sostenible que se pueda imaginar. El resultado final es un corte de mangas a la naturaleza. Tanto como lo será en un futuro no muy lejano, jugar al tenis en una base lunar.
Gracias a nuestros santos de cabecera (Nikola Tesla, Steve Jobs, Graham Bell, Alan Turing o Bill Gates) todo se puede alterar, mejorar y moldear a nuestro antojo… con electricidad.
Parafraseando a Philip K. Dick, yo estoy vivo y ustedes están muertos. Y, por supuesto, hoy no es lunes.