Emojis: un idioma en continua renovación

18 de diciembre de 2017
18 de diciembre de 2017
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Whatsapp no existía todavía. A mitad de una clase del instituto empezó a correr la hoja arrancada de una libreta. En ella los compañeros habían dibujado una conversación de Messenger. Cuando a uno le llegaba la hoja, se esmeraba en recrear su nick exacto, con todo su juego de paréntesis, signos de puntuación, arcoiris, corazones, caras, flores; después de eso, añadía un comentario, con sus correspondientes emoticonos, y la ponía de nuevo en circulación.

En lugar de hablar a susurros o pasarse las clásicas notas por debajo de la mesa, los alumnos sintieron que la forma en que más cómodos se expresarían era a través de una recreación de la pantalla. Los emoticonos y emojis se han implantado como códigos naturales de comunicación. ¿Pero qué hay detrás de esas caras amarillas? ¿Por qué se han convertido en imprescindibles? ¿Qué dice de nosotros el modo en que los usamos?

Agnese Sampietro, doctora en Lingüística en la Universidad de Valencia, estudia la comunicación digital desde todos los flancos y escribió su tesis sobre la historia y el uso de los emoticonos. Cuenta que «pese a la gran variedad de emojis, las clásicas caritas amarillas son las que más se usan, y sobre todo el besito». Se emplean con distintas intenciones. «Oralmente marcamos la ironía cambiando el tono de voz, marcando unas palabras y otras con una mirada o por el contexto. Esto no está en la comunicación digital, y para indicarlo se añade un emoji», indica Sampietro.

Estos signos sirven para enfatizar partes del discurso, endulzar la conversación y evitar malentendidos a los que la palabra escrita y seca puede llevarnos. Como dijo Flora Davis, la gran mayoría de la información que emitimos es no verbal, y su ausencia deja coja cualquier conversación.

Los emojis no suelen generar equívocos, y no es porque cada uno tenga una traducción concreta y fija; sucede más bien al contrario: una misma cara comunica significados dispares. La prueba de que se han incorporado con plenos derechos a nuestra caja de herramientas lingüística está en la flexibilidad y la creatividad con que los empleamos.

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En una primera fase, recuerda Sampietro, no había iconos de enfermedad ni nada escatológico y «el paradigma era el hombre blanco heterosexual». Pero con la consolidación de WhatsApp, la variedad se desató hasta el paroxismo. «[Los emojis que no son caras] Se usan en entornos más distendidos como los grupos. Es interesante el florecimiento y la actualización del listado cada tanto. Los colectivos quieren representación, como si los emojis tuvieran que representar el mundo. Un ejemplo local; en 2015 se lanzó la campaña #paellaemoji que movilizó a decenas de miles de personas para pedir un emoji con el dibujo del plato valenciano. Sus impulsores pasearon por radios, televisiones, periódicos y viajaron a Silicon Valley. Lo consiguieron: hoy hay una paella en WhatsApp.

Hay tantos emojis que resulta imposible encontrarles utilidad. Quizás, el fin sea ofrecer la oportunidad de convertir las conversaciones en un ejercicio más lúdico que de intercambio de información. Pero se aprecia algo más; si somos honestos con nuestra manera de descerrajarlos, podemos advertir que se desgastan y pierden potencia. Pensemos en la carcajada: si uno, habitualmente, la usa para reir de chistes o memes incluso cuando no hacen gracia, al final la intención real (ser cortés) acaba comiéndose el significado inicial y, por lo tanto, cuando algo nos hace gracia de verdad, se produce el desatino: acumulamos cinco o seis caras de carcajada para lo que, en principio, explicaba una sola. Ahí puede vislumbrarse una de las causas de la necesidad de renovación continua: crear distintas intensidades de risa, ponerle lágrimas o añadirle a la sonrisa básica unos pequeños rubores para que recupere su tono de felicidad sincera.

Según Sampietro, los emoticonos tipográficos (con signos de puntuación) se remontan hasta el siglo XVIII, con las primeras publicaciones impresas, «aunque siempre está la duda de si era un error tipográfico o no». Con los emojis, la versión gráfica, «es inevitable encontrar un parecido con el smiley, la carita amarilla que a partir de los años 70 se encontraba en multitud de objetos y merchandasing, es el antecedente analógico más temprano; y en el ámbito digital surgieron en Japón a finales de los 90 y se diseñaron con la idea de integrarlos en los teléfonos móviles». La razón de que se idearan en Japón podría estar en la estrecha relación que los nipones guardan entre lo visual y la escritura alfabética.

La primera aparición del emoticono en el ámbito digital se remonta a 1982 durante una conversación en un foro de investigadores de la Universidad de Carnegie Melon. «Bromeaban sobre una posible contaminación del ascensor del centro y como algunas personas no fueron capaces de detectar la ironía, el investigador Scott Elliot Fahlman propuso remarcarla con ese signo [dos puntos y paréntesis cerrado]».

Al ser un fenómeno reciente, ayudan a hacer más visibles realidades que están presentes en las conversaciones orales pero que, por costumbre, cuesta detectar. Por ejemplo, las diferencias en cuanto a actitud comunicativa entre géneros. «Encontré una diferencia en la orientación del uso. En los intercambios entre chicas o mixtos hay más emoticonos; en los de hombres entre sí hay menos. Esto es consecuente con los estudios entre rol de género y lenguaje que identifican que las mujeres están mucho más atentas a no meter la pata», explica Samptietro.

Hay apocalípticos que perciben una amenaza de degradación en la penetración de estos códigos comunicativos y temen que regresemos a los jeroglíficos. No obstante, existen otras críticas más consistentes que hablan de cómo la codificación de nuestros sentimientos a través de estas caras puede llegar a empobrecer nuestra forma de verbalizar las propias emociones, y por lo tanto de comprenderlas.

«Personas de renombre como Daniel Goleman critican que el uso de emojis puede impedir que los jóvenes expresen realmente sus emociones. Yo soy bastante crítica con esa idea porque mis datos dicen que se usan poco para sustituir emociones; entonces, si no los sustituyen, no influyen en nuestra capacidad de expresarlas», rebate Sampietro.

Según estos datos, la capacidad de expresión no se estaría devaluando, al menos por culpa de los emojis. Sin embargo, por ejemplo en el origen del smiley sí existía una intención de simplificar, de sustituir la expresividad natural por una más artificial. En 1963, una empresa de seguros estadounidense (State Mutual Life Insurances) compró otra empresa del gremio. Los empleados temían despidos y cambios y cundió el malestar. Se pensó una solución muy norteamericana: atacar los síntomas y no las causas. Fijaron unas normas: se impuso la obligación de sonreír en horas de trabajo. El smiley fue el rostro de esa política.

El intercambio de mensajes instantáneos nos coloca a priori en una situación compleja ante la que nos comportamos como funambulistas. La comunicación por carta tenía unos códigos diferentes, seguía unas fórmulas más o menos estructuradas. En cambio, esos códigos han ido difuminándose con la inmediatez, y emojis y emoticonos ayudan a regular la temperatura de la charla. Sirven para comprobar la actitud del interlocutor. En los primeros contactos (de tipo laboral, por ejemplo) nos cuidamos de no sobrepasar los límites de la corrección. Cuando uno de los dos emite la primera cara amarilla, el otro se siente legitimado para hacer lo mismo. Hay una conclusión clara: los emojis abren camino a la naturalidad y a comunicarnos en igualdad de condiciones. 🙂

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