Durante siglos, los trileros han sido imagen habitual en las calles. Incluso en la era de los entretenimientos digitales, el juego todavía funciona: quien lo ejecuta cubre una bolita con uno de tres cubiletes puestos boca abajo y, después de ir combinándolos con creciente rapidez, invita al espectador a que sepa en cuál de ellos, el de la izquierda, el del centro o el de la derecha, está.
Si ya has pasado por la experiencia, seguramente sabrás que acertar depende única y exclusivamente de la bondad de quien te está haciendo el juego: si él no quiere, nunca podrás adivinarlo, así lo repita cien veces. Incluso, el manipulador puede hacer desaparecer la bolita ante tus propios ojos.
Con el tiempo, esos juegos de cartas y de habilidades tan relacionados con la picaresca fueron transformándose en espectáculos de magia. Luego pasó de las calles a las ferias, y de ahí a los teatros. Pero siempre descansando sobre la base del engaño. De hecho, la actuación de un mago es una de las pocas ocasiones en las que un adulto no sólo accede conscientemente a ser engañado, sino que además lo desea con todas sus fuerzas. Y si por un fallo en la ejecución descubre el truco, ese adulto probablemente tendrá la paradójica sensación de haber sido estafado.

Sin embargo, ¿cómo nos engañan los magos? Porque es evidente que no cortan de verdad a sus asistentes por la mitad, y podemos aceptar que tampoco son capaces de levitar. Sí que pueden quitarte tu cartera mientras hablan contigo y desordenarte todo su interior antes de devolvértela, sustraerte del bolsillo interior de la chaqueta el bolígrafo o cambiarte de muñeca el reloj sin que lo adviertas. O incluso adivinar el número que estás pensando, la carta que escogiste de un abanico desplegado ante ti, o hacer que la moneda que creías que estaba dentro del puño del prestidigitador aparezca en tu bolsillo. Pero si aceptamos que de verdad no tienen poderes, ¿cómo lo hacen?
Engañando, sí. Pero eso, ¿qué supone? «Los trucos de magia funcionan porque el proceso de atención y consciencia del ser humano tiene, por así decirlo, un cableado fácil de piratear», afirman los neurocientíficos Stephen L. Macknik y Susana Martínez-Conde en el libro Los engaños de la mente (Destino). Y lo más sorprendente es que el cerebro humano, esa obra magna de la evolución, la maquinaria delicada y compleja que nos ha llevado a la Luna, no pasaría sin embargo el examen más laxo de seguridad informática. Como verdaderos hackers neurológicos, los magos han ido acumulando un conocimiento intuitivo de cómo entrar en nuestras mentes y tomar el control para que los defectos de nuestra forma de procesar la información exterior sirvan a sus intereses.

En los últimos tiempos, la neurociencia, a través de organizaciones como la Neural Correlate Society, ha entendido que ese conocimiento ancestral constituye una herramienta de primer orden para avanzar en el gran reto de comprender cómo funciona nuestro cerebro y, en definitiva, cómo la masa de miles de millones de neuronas encerradas en nuestro cráneo son capaces de crear eso que nos define como seres únicos e irremplazables, y que llamamos consciencia. Probablemente ningún trilero pudo imaginar que ese truco con el que vaciaba los bolsillos de los incautos pudiera llegar tan lejos.
Aunque puede que no nos sorprenda tanto saber la facilidad con la que podemos ser engañados, si partimos de la base de que nuestro sistema de recogida de información es bastante poco fiable. Empezando por el que siempre consideramos como el más importante de nuestros sentidos, el de la visión. «Lo creeré sólo si lo veo con mis propios ojos», afirmamos ingenuamente, sin saber que ni siquiera lo que presenciamos en persona es garantía de nada.
«Puedes tener algo delante de tus ojos y no reconocer en absoluto lo que ves porque te faltan los elementos para decodificarlo», afirma el divulgador Antonio Martínez Ron en su libro El ojo desnudo (Crítica). Sacando las imágenes de contexto, jugando con nuestra atención y contando con que, en realidad, nuestra visión tiene una resolución mucho menor que la de la cámara de un móvil normalito, un mago puede hacer literalmente que veamos algo que nunca ha estado ante nosotros, o incluso que no reparemos en lo que está pasando ante nuestras propias narices.

Hoy sabemos que sólo vemos de verdad la pequeña sección que tenemos justo ante nosotros, y que todo lo que la rodea, lo que llamamos «visión periférica», no es más que una construcción mental de muy baja resolución. Y es sobre ese precario material sobre lo que construimos lo que llamamos «realidad».
Lo que sucede con la visión se extiende al resto de los sentidos. Nuestro cerebro tiene hambre continua de estímulos: encerrar a un reo en una celda de aislamiento es uno de los castigos más terribles que se le puede infligir a un ser humano. Los magos lo saben, y por eso utilizan el sonido, no sólo hablándonos constantemente, sino produciendo ruidos que refuercen la ilusión que quieren crear, para convencernos de que hemos experimentado algo que no ha existido en la realidad. Y lo mismo hacen con el resto, interviniendo sobre nuestra sensación del tacto para que no advirtamos las manipulaciones sobre nuestro cuerpo, o incluso creándonos predisposiciones a través del olfato o el gusto.
Esta manipulación primaria, que afecta a la recogida de la información, alcanza niveles de excelencia cuando se refiere a lo que nuestra mente hace con todos esos datos. En cierta forma, todo nuestro cuerpo está diseñado para servir al cerebro. Este órgano, que ni siquiera llega al kilo y medio de peso, consume sin embargo una cantidad de energía asombrosa. Por ese motivo, la evolución ha ido creando atajos para minimizar ese consumo: si intentásemos reconstruir absolutamente todo lo que hemos hecho en cada uno de los minutos de una jornada cualquiera, descubriríamos sorprendidos que hay intervalos completos de los que no guardamos memoria, porque son los momentos en los que quizá conducíamos de regreso a nuestras casas desde el trabajo, o hacíamos cualquier otro tipo de labor rutinaria en la que nos dejamos llevar, incluso sin saberlo, por el automatismo.

Si creemos saber qué es lo que viene a continuación, nuestra atención desciende y nuestro cerebro, por decirlo de alguna manera, pasa a trabajar en segundo plano. Todo por la sacrosanta regla de reducir al máximo el consumo de energía, una herramienta evolutiva poderosa que hunde sus raíces en los tiempos en los que éramos apenas unos homínidos.
Como un paquete de datos corruptos o un malware que hubiera sido introducido en nuestro cerebro, los complejos procesos por los que nuestra mente crea la sensación de realidad son manipulados por los magos. Y es esa vía la que busca ahora aprovechar la neurociencia: si se sabe cómo se introduce esa manipulación en la mente, estaremos más cerca de comprender sus mecanismos más íntimos y trazar el mapa de las interacciones que se establecen entre nuestras vastas redes neuronales.
Una manipulación que llega, incluso, a nuestra capacidad de recordar, lo que ya atañe directamente a la construcción de la imagen que tenemos de nosotros mismos, pues somos en gran parte la suma de nuestras experiencias. Los magos crean falsos recuerdos, convenciéndonos de que hemos visto una carta que en realidad no hemos visto, o borrando de nuestro hilo temporal una acción que han hecho justo ante nosotros.

Hoy sabemos que nuestros recuerdos son siempre, por definición, imperfectos y falseados. Dos personas que hayan vivido la misma experiencia pueden hacer dos relatos totalmente distintos de lo sucedido. Pero es que, además, esos recuerdos atesorados ni siquiera son inmutables: cada vez que evocamos algo, se convierte en una experiencia revivida en nuestra mente que luego vuelve a ser archivada de nuevo. Como una fotocopia de una fotocopia de una fotocopia, puede decirse que cada vez que evocamos algo estamos cambiándolo. Curiosamente, recordar mucho no es garantía de que lo evocado sea más fidedigno que un recuerdo que repentinamente nos asalta. Las bases en las que se asienta nuestra consciencia son, pues, frágiles e inestables.
La neurociencia está comenzando a aprender de ese camino señalado por los descendientes de aquellos humildes trileros. Por ejemplo, puede ser una herramienta para elaborar un protocolo de detección precoz de trastornos autistas (un autista es un pésimo espectador de magia, porque es inmune a las manipulaciones del ilusionista y por eso es más fácil que «vea» el truco claramente). Y sobre todo, permite bucear en la maravillosa paradoja de que son esas limitaciones y esas aparentes debilidades las que nos han convertido en lo que somos. La próxima vez que un mago te pida que elijas una carta, sé consciente de que se está activando uno de los mecanismos más sofisticados de los que tenemos noticia, una auténtica joya de la evolución: tu mente.

¡Genial!, que los magos manipulan la mente es apreciable, pero la forma y el desarrollo lo desconocía por completo. Ahora que creo que se como funciona veo que seguiré sin encontrar el cómo del ilusionismo (mi cerebro me engaña) no ser que un día me meta a mago y lo vea desde la otra perspectiva.
Gracias por el artículo.
[…] se sabe que la mente, precisamente por su complejidad, tiene «zonas oscuras» que pueden ser engañadas fácilmente. Los buenos magos son expertos en jugar con las percepciones y en manipular los sentidos e incluso […]
[…] Aunque puede que no nos sorprenda tanto saber la facilidad con la que podemos ser engañados, si partimos de la base de que nuestro sistema de recogida de información es bastante poco fiable. Empezando por el que siempre consideramos como el más importante de nuestros sentidos, el de la visión. «Lo creeré sólo si lo veo con mis propios ojos», afirmamos ingenuamente, sin saber que ni siquiera lo que presenciamos en persona es garantía de nada. […]
Tu reputacion es muy buena TE DOY UNA SORPRESA para empezar las cosas parecen ser como tu dices mas todavia hay SORPRESAS MAYORES que experi , la vida no es como la pintan. Atentamente. aAaA de