Adrian Borda creció rodeado de instrumentos, en Reghin, ciudad rumana productora de violines. Su madre trabajó en una de las fábricas, sus amigos se hicieron lutieres. Él nunca aprendió a tocar uno ni a montarlo. Ahora se ha metido dentro de la madera buscando no se sabe qué.
Borda, de 40 años, se define como pintor y fotógrafo, y como «viajero interior que explora el misterioso y extremadamente complejo mundo del subconsciente».
Inició este trabajo, el de hacerle una endoscopia a los violines, por imitación de los carteles de la Filarmónica de Berlín realizados por el estudio Mierswa Kluska. La fantasía de colarse dentro de un instrumento, no obstante, se remonta a fechas imposibles de precisar.
Para Borda, era un reto, una forma de tocar con las manos sus planteamientos artísticos metafísicos y surreales. Primero quiso recrear el vientre de madera con animación, pero desistió: buscaba la realidad.
Uno de sus amigos lutieres tenía un contrabajo abierto en proceso de reparación. «Era lo suficientemente grande como para poner dentro la lente de una cámara réflex. Las primeras fotos se hicieron con humo, luz solar y un control remoto ciego: yo giraba el instrumento, tomaba fotos y esperaba lo mejor», recuerda. Borda. Más tarde, en un viaje a Francia, encontró un viejo violonchelo en casa de otro amigo. También se coló en una guitarra.
Era como explorar el subconsciente. Uno extrae una conclusión (una foto) y le parece razonable y precisa solamente porque no es capaz de ver las miles de explicaciones posibles (de perspectivas) que existen a la vez en una suerte de juego cuántico libérrimo, sin que seamos capaces de aislarlas y comprenderlas.
«Trabajas a ciegas, necesitas abrir el instrumento cada vez que quieres cambiar la posición de la cámara, los ajustes o el enfoque, y sellarlo para que tenga la menor cantidad de luz posible», detalla.
Borda cuenta que no quería transmitir ningún mensaje en concreto al plasmar estos instrumentos por dentro, estos cobertizos de la música. En general, cree que las descripciones y las etiquetas menoscaban el arte: «La fuente del verdadero arte es el misterio», opina. Aunque este fue un reto más artesanal que artístico.
Los mapas de neuronas o las imágenes del revuelo de partículas que integran la materia se parecen a las fotografías que tomamos del universo. Lo infinitesimal y lo gigantesco se asemejan como si el cosmos no fuera más que una matrioska varada en algún punto del tiempo y del espacio.
Ocurre lo mismo con estas fotos: los instrumentos por dentro parecen un teatro vacío, clandestino. O un almacén descuidado, parcheado de humedades. O el viejo taller de un lutier desahuciado.
Quizás estas fotos no sean más que la muestra del fracaso de una ambición tan humana como imposible: explorar el organismo de la belleza, desvelar su enigma abriendo las ondas del sonido y esperando encontrar ahí algún tipo de floración o de respuesta.
O quizás sean solo un voto de pobreza, una forma de decir que debajo de la genialidad de Bach, Haydn, Beethoven, Schumann o Paco de Lucía no hay más que cobertizos sucios y vacíos.