«No es lo mismo decir ‘joputa’ que ‘grandisimohijodeplagranputa’»

Isabel de Borbón disimulaba como podía su cojera. Un defecto que también padecía su coetáneo Francisco de Quevedo. Debía de ser una de las pocas cosas que compartía con la esposa de Felipe IV, a la que el escritor no profesaba demasiado cariño. Lo dejó claro durante la recepción en palacio a la que fue invitado. Tirando de ingenio y de su sin igual destreza con el lenguaje, Quevedo llamó «coja» a la reina sin que esta ni nadie de los allí presentes se percatara.

Quevedo recurrió al calambur para insultar a la reina, mientras le entregaba un ramo de flores:

«Señora, traigo lo que solo es un anticipo del ramo que os traeré. Desconociendo vuestra flor favorita, entre el clavel y la rosa, su majestad escoja».

El retruécano con el que el escritor del Siglo de Oro logró variar el significado de la frase, modificando únicamente la agrupación de las sílabas, ha pasado a la historia como uno de los improperios mejor lanzados. María Irazusta lo recoge en Eso lo será tu madre. La biblia del insulto, libro que acaba de publicar con Espasa y que incluye más de 2.000 mofas y palabras malsonantes.

Dice María que el libro no consiste en un tratado de vituperios al uso. Con él, asegura, ha tratado de «reinvindicar este segmento tabú del idioma y contribuir a su enriquecimiento, porque entre los más de 2.000 vocablos que recoge hay un elevado número de acepciones que no están incluidas en el Diccionario de la Real Academia Española».

Ni ‘casposo’, ni ‘malafollá’, ni ‘cachazas’ ni muchos otros disponen aún de espacio en el diccionario de la RAE. Es cuestión de tiempo saber si alguno de ellos correrá la misma suerte que ‘coño’, admitida en 1984 gracias a Camilo José Cela.

[pullquote class=»left»]De media dedicamos a los insultos entre el 0,3 y el 0,7% del tiempo que estamos hablando, casi el mismo que el que nos ocupan los pronombres personales (1%) [/pullquote]

El libro reconoce el insulto como un recurso elemental en nuestra forma de comunicarnos. De media dedicamos a ellos entre el 0,3 y el 0,7% del tiempo que estamos hablando, casi el mismo que el que nos ocupan los pronombres personales (1%).

«Las malas palabras es lo más primitivo de nuestro lenguaje. Lo más parecido al ladrido que nos queda de nuestra animalidad. Como asegura el psicólogo cognitivo de la Universidad de Harvard, Steven Pinker, los denuestos residen en una parte distinta del cerebro, la más primitiva, como prueba el hecho de que algunos pacientes que han perdido la facultad del habla aún son capaces de proferir insultos».

El que los insultos sean casi lo primero que aprende una persona que se inicia en un idioma tiene también mucho que ver con esto. También el que sea una de las primeras cosas que aprenden los niños tras ‘mamá’, ‘papá’ y alguna que otra palabra más. «Aprendemos palabrotas a muy temprana edad. Sin duda, se trata de un segmento tabú del vocabulario, y para un niño no hay nada tan atractivo como lo prohibido. Además, no hay que olvidar que las palabras, esos juguetes verbales, son además artilugios defensivos, y el ser humano adquiere desde bien temprano la noción de autodefensa. Es una cuestión de supervivencia».

Para conseguir este compendio de más de dos millares de insultos, la escritora y periodista ha recurrido al español que se habla en nuestro país pero también al de Latinoamérica. Ha analizado los improperios que se lanzan los políticos, los insultos relacionados con las profesiones, las razas, la religión, los vulgarimos de la calle. Ha recurrido a sus círculos más próximos y también a los literarios, como los citados Quevedo y Cela, quienes hicieron del insultar un arte al igual que otros como Borges, Góngora, Diógenes o Catulo.

A este último se le atribuye «la expresión más sucia jamás escrita» y que, a día de hoy, mantiene la plusmarca de la censura universal. La recoge en su Poema 16 y dice así: «Pedicabo ego vos et irrumabo, Aureli pathice et cinaede Furi» («Os daré por el culo y me la chuparéis, maricón Aurelius y sodomita Furius»). Tantas sensibilidades hería la frasecita, sobre todo entre los anglosajones, que no fue traducida a este idioma hasta 20 siglos después.

El insultar no dispone de un patrón que nos asegure poder dominarlo, afirma María :«Hay casi tantos modos de mostrar cabreo como de sentirlo. Nuestra lengua es muy rica para demostrar nuestro enojo y faltar al otro. Las formas de hacerlo varían, como en casi todo, según el nivel de educación, cultura, estado emocional y de las circunstancias del hablante. Nunca nos retratamos más que cuando insultamos».

Es cierto que para insultar ‘con clase’ siempre es necesario cierto componente irónico. «El insulto sublime es aquel que no lo parece, la frase artera que entra por el oído con la vaselina de un halago y restalla en el ánimo poco después como un latigazo. Esas deliciosas frases de Oscar Wilde: «Discúlpeme, no le había reconocido, he cambiado mucho”».

[pullquote class=»right»]Nuestra lengua es muy rica para demostrar nuestro enojo y faltar al otro. Las formas de hacerlo varían, como en casi todo, según el nivel de educación, cultura, estado emocional y de las circunstancias del hablante. Nunca nos retratamos más que cuando insultamos[/pullquote]

Los insultos también pueden clasificarse por su grado de efectividad. La clave aquí reside en apuntar donde más duele al zaherido: «En el corazón de la hombría, de la honestidad, de la inteligencia o de la belleza, para ponerla en cuestión. Parece que, al menos con determinados insultos, cuando más largos o más compañías lleven, sean más efectivos: no es lo mismo decir joputa, que grandísimohijodelagranputa».

Fórmulas para insultar hay tantas como insultadores. Un oprobio desconocido y tan poco común como ‘malsín’, ‘insipiente’, ‘pigre’ o ‘magancés’, que desarme al ignorante, puede llegar a ser una «bala de plata» letal. A veces, incluso, no hace falta ni abrir la boca para denostar a alguien. «El silencio, muecas, gestos o la forma de vestir puede constituir una auténtica ofensa».

Del ‘fuego amigo’, dice María que puede llegar a ser el más mortífero. «El peor insulto siempre es el que se recibe del bando amigo, del más íntimo, de aquellos cuya desaprobación hace tambalear nuestra autoestima».
Con esta biblia del insulto, María Irazusta también se propone recuperar para la calle oprobios condenados al olvido como ‘tarambana’, ‘petimetre’, ‘papanatas’, ‘chisgarabís’, ‘malandrín’, ‘gaznápiro’, ‘rijoso’ o ‘temulento’«Nuestra lengua es probablemente una de las más ricas y densas en denuestos. El problema es que ese arsenal ofensivo muchas veces se convierte el pólvora mojada en la memoria de nuestros mayores o queda confinado en los diccionarios y sesudos tratados que son poco consultados».

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Imagen portada: Wikimedia Commons

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Patrick Thomas

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