Se trata de un desequilibrio generacional. Como cada cosa que ocurre en la vida desde que alguien tuvo a bien engendrar herederos y perpetuar la especie. En el momento en el que el crío decidió cambiar los usos y costumbres de quienes le precedían, se lió el jari. Y hasta hoy, que aún andamos intentando convencer a nuestra madre de que podemos sobrevivir al peligro que nos acecha tras cada esquina.
Esta falta de entendimiento intergeneracional se manifiesta también en la manera que hemos decidido asumir para movernos por el mundo y disfrutar de los lugares en los que no vivimos. Nuestros padres, nuestros abuelos, veían su hogar como territorio sagrado, con la inviolabilidad asociada a la propiedad privada en su definición más restrictiva.
Decenas de miles de personas han (hemos) decidido que la vivienda es un bien que se puede utilizar cuando no se está bajo el techo y que debe ser compartido. Si hay dos personas o dos familias con la misma necesidad, lo sencillo es unir la línea de puntos y conectar esas necesidades.
El sentido de intercambiar una casa tiene evidentes ventajas económicas, pero nunca es ese argumento el que ocupa el primer puesto de la lista de motivos por los que se adopta esta forma de movilidad.
El motor que impulsa todo es la confianza cercana a la ceguera de que quien dormirá en tu cama se comportará de la misma manera que tú en selva ajena. Por eso, la experiencia requiere de una adopción real de la economía compartida que se aleja mucho de los postulados promulgados por los apóstoles de Airbnb y sus clones.
Nunca hay dinero sobre la mesa, más allá de la cuota anual pagada a las plataformas que actúan como mediadoras y que, en contraprestación, ofrecen servicios de atención al viajero por si algo falla o seguros ante potenciales desperfectos.
VIAJEROS DE ECHAR EL FRENO
Con el señalado ahorro en alojamiento, la consecuencia más inmediata pasa por prolongar las estancias. Y las estancias largas en casas locales constituyen la experiencia más cercana a vivir como un local que un turista se puede permitir.
Aunque también se cultivan las estancias de fin de semana o puente, la propia naturaleza del intercambio hace del viaje largo la opción idónea para periodos vacacionales. El ritual de preparar tu propia casa para unos invitados o el hecho de que, una vez has consumido tu estancia, existe la obligación de dejar la casa como la encontraste, disparan la pereza a la hora de ofrecer noches sueltas o fines de semana. Por eso, por la dilatación de plazos se produce a su vez una relajación de los tempos vitales viajeros.
La fiebre del turista termita por ‘llegar, ver y comprar la camiseta’ se sustituye por una programación más slow, que permite disfrutar de cada rincón, de cada mañana, de cada menú sin la premura de una cuenta atrás inminente para la vuelta a casa. La pérdida de tiempo, una tarde de sofá o jardín, una siesta con manta en una terraza de Estocolmo, se convierten en un plan sin dosis de remordimiento por ocasión perdida. Se trata, al fin y al cabo, de reducir la marcha de la movilidad viajera.
INVASION ‘CHILD FRIENDLY’
Viajar con familia, trasladar a niños en edad y encerrarlos en constrictoras habitaciones de hotel debería impulsar las actuaciones de los servicios sociales. Como no hay nada más aterrador que la panda de rubios infantes de ¿Quién puede matar a un niño?, la obra maestra de Narciso Ibáñez Serrador, se debería prescindir de jugar con fuego.
Por eso conviene tenerlos contentos y por eso son más fáciles de convencer si se les informa de que en la casa intercambiada, la de destino, contiene habitaciones repletas de juguetes utilizados por enanos de otras culturas.
Además, la experiencia tiene una ventaja añadida: acostumbra a los pequeños a compartir su espacio y sus pertenencias y a dejarlas preparadas para las personas que van a disfrutar de los rincones personales de la churumbelada.
Espacio y juguetes. Porque un niño disfrutando de unas vacaciones felices es, a la vez, una madre o un padre que pueden prescindir de atención psicológica específica después del periodo de asueto. O de unas vacaciones para descansar de las vacaciones.
UNA CUESTIÓN FILOSÓFICA
Si como viajero se asume que uno está en este planeta de prestado, no está de más interiorizar que la propiedad de lo que no tiene ha de ser compartida. Se trata de un ejercicio de reestructuración de la filosofía vital, de un masaje de relax a los temores inculcados por nuestros mayores y de un reto de tolerancia social.
Aunque el perfil de las familias es diverso, suele haber elementos comunes. Con frecuencia son familias flexibles, de mente abierta, dispuestas a aventurarse en un territorio familiar desconocido y capaces de asumir que pueden terminar en lugares mejores o peores en estatus económico que el propio.
En realidad, ahí está la esencia. En conocer la amalgama de comportamientos humanos a través de la empatía, de la experimentación de los trajes del otro, del olor de las cocinas remotas, del cuidado de los jardines que no son de uno.
Y en trillar ciudades como Ámsterdam, Londres, París, Praga, Berlín, Burdeos, Sevilla o Barcelona. En pensar qué detalle dejar para las familias finlandesas, colombianas, peruanas, australianas o francesas y estadounidenses, que son las más numerosas en las plataformas de intercambio. En olvidar, al fin y al cabo, que la única manera de conocer otra ciudad es formar parte de la manada que está poniendo en jaque el estilo de vida de los habitantes de las urbes del siglo XXI.