Les propongo un juego que escuché, no recuerdo a quién, hace ya algunos años. Alguien les encierra en una habitación en la que hay dos puertas de salida. Es libre de elegir por cuál de las dos quiere salir.
Tras la puerta número uno le espera un simpático grupo de neonazis que han pasado las últimas ocho horas llenando el buche de alcohol y esnifando farlopa como si el mundo fuera a sufrir un holocausto zombi mañana mismo.
Tras la puerta dos, una pizpireta pandilla de redskins antirracistas y antifascistas llevan el mismo tiempo trasegando litronas de cerveza y esnifando speed del mismo Bilbao.
Llegó el momento de decidir. ¿Elige la puerta uno o la puerta dos?
Un ejemplo así de ridículo y extremo denota que la equidistancia es un lugar muy difícil de alcanzar. Y eso que ni siquiera se sugiere si una puerta es mejor que la otra. Sencillamente, las opciones suelen ser casi siempre lo suficientemente diferentes como para que decantarse por una o por otra nunca dé igual.
Por algún motivo, siempre se ha programado al ser humano para asumir que «in medio virtus», o sea, que en medio está la virtud. Rara vez se ha demostrado que eso sea algo más que un viejo proverbio latino de difícil demostración científica.
Quizás porque a latinos no nos gana nadie, los españoles contestaron el pasado mes de enero a la encuesta de autoubicación ideológica del CIS como le habría gustado al imperio romano: situándose en un comedido 4.55 en una escala en la que el 1 es la extrema izquierda política y el 10 es la extrema derecha. Es decir, la mayoría cree que, efectivamente, debe situarse cerca del centro.
En el periodismo, sin embargo, lo salomónico no tiene lugar. El equilibrio –el falso equilibrio, más bien- debe ser esclavo de los hechos y no del derecho de los consultados o entrevistados en una información a expresar su punto de vista. Si ese punto de vista es falaz, falso o ridículo, carece de sentido que ocupe ningún espacio porque no aporta sentido informativo.
Margaret Sullivan, Public Editor de The New York Times, algo así como la Defensora del Lectordel medio estadounidense, explicaba hace algunos meses en una columna titulada Just the Facts – No ‘False Balance’ Wanted Here, como la verdad obliga al periódico neoyorquino a que sus coberturas se basen precisamente en eso, en hechos. «Por lo general, el Times intenta evitar que los dos bandos de un debate gocen del mismo tiempo cuando uno de ellos representa una verdad establecida. También trata evitar la equiparación de elementos que no son iguales».
Por eso, cuando se enarbola el derecho a la información como excusa para poder liberar argumentos o declaraciones incongruentes, se hace la trampa de olvidar que ese derecho debe garantizar esencialmente que el ciudadano recibe una información veraz y contrastada.
Este problema se hace especialmente delicado cuando el tema tratado es científico. Ocurrió en el caso de la polémica alentada por, entre otras personas, la modelo y actriz Jenny McCarthy, acerca del supuesto autismo que causan algunas vacunas. Muchos medios dieron cancha a los no acreditados argumentos de McCarthy acerca del tema que se basaban en un estudio publicado por la revista británica The Lancet en 1998.
Si esas familias tienen el derecho a decidir si vacunan a sus hijos o no aún a riesgo de poner en peligro al resto de la sociedad es otro debate. Aquí estamos para hablar del falso equilibrio de periodismo. Y respecto a ese tema, precisamente un periodista de The New York Times, Bill Carter, indicaba con acierto que los argumentos de la actriz y modelo «están basados en una teoría no probada que ha revertido innecesariamente en enfermedades en algunos niños».
Los divulgadores escépticos Penn y Teller son bastante más rotundos y bruscos en su postura de rechazo. Califican directamente la relación entre vacunación y autismo como ‘bullshit’, como basura. Se basan, claro, en evidencias científicas y en mucho sentido común.
Penn y Teller explican que, incluso en el caso de que esos efectos secundarios fueran ciertos, es preferible que la casi totalidad de la población humana esté protegida contra la gripe, la poliomielitis, el sarampión, la meningitis, la hepatitis o la difteria que un niño de cada 110 contraiga autismo.
Las vacunas pueden producir efectos secundarios, es cierto. Pero, aunque ya se denunciaba la irregularidad del estudio el año de su publicación, un metaanálisis confirmó lo que ya se sabía. Un equipo dirigido por Guy Eslick revisó la calidad de una decena de estudios que relacionaban vacunas y autismo. Ni rastro de relación entre ambos elementos.
Ya es, por supuesto, tarde para las víctimas que esas vacunas no aplicadas han causado.
A la hora de aportar información, es importante arrojar luz sobre las diferentes aristas de una historia siempre que todas ellas estén respaldadas por los hechos, siempre que estén legitimadas. El periodismo no tiene por qué ser equilibrado. Su deber es dar toda la relevancia a la verdad.
Este tiempo que vivimos es el más favorable de toda la historia para ello. Es más fácil que nunca comprobar datos. Es más fácil que nunca aportar bibliografía. Es más fácil que nunca pedir ayuda a cualquier parte del mundo. Y cuando todo eso falla, hay, por suerte, miles de lectores dispuestos a descubrir cualquier error que se haya pasado por alto.
Una cosa es tomar partido y otra contar los hechos y, hoy por hoy, los hechos científicos probados no ofrecen dudas. Lo que el periodismo no debe hacer es dar pábulo, con la excusa de «la ciencia no lo sabe todo», a teorías sin fundamento.
Como afirma Margaret Sullivan en su columna, «lo difícil es identificar los hechos para tratar de establecer la verdad». Pero bueno, nadie dijo que la misión fuera sencilla.