En el colegio aprendimos que las relaciones esenciales de colaboración entre especies eran la simbiosis, el mutualismo y el parasitismo. La relación de los gatos con los humanos empezó siendo simbiótica pero ha acabado siendo parasitaria.
Se calcula que hay 600 millones de gatos domésticos en el mundo. Gatos que, salvo casos contados, no hacen otra cosa que comer, dormir (unas 18 horas al día) y exigir que les rasquen la barriga. En otros términos, viven postrados en el banquete de la vida, mientras sus dueños nos desvivimos por hacerles la vida aún más cómoda.
Se podrá argumentar que los gatos nos hacen compañía e incluso proporcionan sosiego a los gatófilos (valga como prueba los cafés para acariciar gatos a los que acuden los solitarios japoneses a aliviar sus neurosis). También se puede aducir que las mascotas, por definición, no hacen ningún servicio, ¿o acaso sirve para algo un galápago, un jilguero o el estúpido pez de colores que recorre una y otra vez su océano en miniatura escupiendo burbujas de aire?
Supongamos que la mitad de los gatos domésticos son hembras, unos 300 millones de gatas, y que el 90% de ellas están esterilizadas (una cifra estimada -y optimista- que nos da Isabel, veterinaria de la clínica Gattos, en Madrid). De ser así, los 30 millones de gatas fértiles pueden tener una media de 100 gatos por cabeza (3 embarazos anuales de 4 gatitos por unos 10 años de “vida útil”). En total, esto supondría 300 millones de mininos nuevos cada año.
Evidentemente, muchos de estos gatitos mueren o son sacrificados, pero aún quedan muchos millones que, poco a poco, se van infiltrando en los hogares de humanos, muchos de los cuales no tenían, en principio, intención alguna de tener gato. Basta con un momento de debilidad para convertirse en una víctima de la conspiración gatuna.
El que firma estas líneas lo tuvo hace quince años, cuando su encantadora y compasiva hermana llamó a su puerta con un minino esquelético y un tanto agresivo, que iba a ser ajusticiado por el insensible portero (físico) de su finca. ¿Qué clase de monstruo hubiera sido si me hubiera negado a acoger (por unos días) a un cachorrito indefenso de ojos saltones? Tres lustros y varias toneladas de Whiskas después no puedo imaginar cómo hubiera sido mi vida sin Nacha.
Mi caso es un clásico. Como me cuenta la veterinaria de gatos Isabel, “por el modo de vida que tenemos, en casitas pequeñas en la ciudad, el gato se ha convertido en la mascota predilecta: ocupa poco espacio y no hay que sacarle a pasear ni a que haga sus necesidades”. Sus necesidades, ya lo he dicho, son comer, dormir y las carrantoñas. Y no necesariamente por este orden.
Dejando de lado la frivolidad, la proliferación de los gatos caseros tiene un tenebroso envés, según denunciaba recientemente un artículo de Mother Jones: los gatos caseros son culpables de la extinción de al menos 33 especies de aves en todo el mundo. En un estudio realizado en Washington los gatos fueron hallados responsables de la muerte de 8 de cada diez polluelos. Incluso caseros y bien alimentados, nuestros minimos siguen siendo unos serial killers.
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Ilustración de Juan Díaz Faes
Este artículo fue publicado en el número de octubre de Yorokobu