Música para colibríes

20 de enero de 2014
20 de enero de 2014
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“A pesar de todo, existe una fuente de agua pura,
quien beba de aquella agua no tendrá más amargura”.
Paulinho da Viola

Ayer vi La Gran Belleza. Y lo justo sería que este artículo acabara con el tecleo de esa única frase.
Confieso que, al sentarme a escribir, estuve a punto de ponerme a leer críticas y comentarios sobre el film, pero me contuve. No deseaba hacer la consabida enumeración de aciertos técnicos, referencias literarias o guiños. Preferí no contaminar mi sensación con apreciaciones que, aunque seguramente más acertadas y doctas, me resultaran ajenas.

Mucho se habrá escrito ya sobre esta obra de Paolo Sorrentino. Por eso el planteo va de otra cosa. Hay ocasiones en que la vulgaridad y la fealdad de la vida diaria –insuficiencias que se normalizan hasta volverse invisibles— se ven sacudidas por un terremoto estético que a primera vista pudiera parecer cinismo, pero que en realidad no es más que sensibilidad maltratada.

Qué y cómo
Y el planteo es este: ¿qué se hace después de ver una gran obra?, ¿qué se escribe después, qué se filma?, ¿cómo se crea a partir de allí?, ¿se puede volver a mirar con respeto y admiración burlonas reescrituras de la historia, dramas lacrimógenos carentes de matices, odas a las crisis neuróticas de la clase media, historias de tortura mórbida, comedias excesivas en entornos rutilantes, sagas de venganza y destrucción, obras épicas sobre –por el amor de dios o de su ausencia— vampiros y zombis? Me parece que no.

Creo que tras las dos horas de preciosismo casi absoluto de este film uno ya no puede volver a sentarse y presenciar tranquilamente esos espectáculos grotescos cimentados de sexualidad coreografiada y violencia sin horror. Alimentos ambos para nuestros instintos más bastos y no para aquellos que, según se dicen, nos diferencian de los animales.

Con hielo
Cierto es que todo aquel que sepa un poco de cine dirá, con razón, que La gran belleza es un cóctel hecho a base de tres medidas de La Dolce Vita, una de Roma y un splash de 8 y 1/2. Sin embargo, deberá al menos concedérsele que su deliciosa mezcla de ironía, frivolidad y exquisitez visual en grandes dosis son un acme.

No me caben dudas de que a partir de mañana habrá situaciones e instantes personales que ya no serán del todo nuestros, pues ahora esos momentos de intimidad destellarán con otra luz y tendrán de fondo las delicadas cadencias de aquella película italiana que nos asombró. Dos horas que nos hicieron partícipes de lo que es posible, de lo imposible hecho posible; de lo bajo que está el listón y de lo que ocurre cuando alguien tiene el talento y el valor de dejarlo bien alto. Sin escurrirse cómodamente por debajo de la línea de flotación de la hermosura para, con la excusa de una historia, compeler a la humanidad a hacer silencio durante unos momentos, suspirar y volver a replantearse el canon vigente.

Y no solo eso, sino también a obligar a quienes se dedican a crear a que vuelvan a replantease casi todo.

Lo sublime
Tras semejante seminario de estética de Sorrentino, tratado delicioso acerca de cómo armonizar los múltiples elementos constitutivos de la obra, uno no puede desviar la vista. Hay momentos, como el de ayer, a partir de los cuales se hace imposible volver a presionar los mismos botones de siempre, apelar al alma con las herramientas trilladas. Y no se puede porque alguien no solo ha renovado la sintaxis, el ritmo y la poesía, sino que ha hecho un nuevo llamamiento a lo sublime que hay en nosotros. A lo sublime. Que hay en nosotros.

Como un flautista que se niega a ser seguido por miles de roedores y decide tocar su melodía para los colibríes.

Claudio Molinari es escritor y traductor.

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