Hace dos semanas el Consejo de Ministros aprobó la llamada Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) o Wert, que además de tener en contra a prácticamente toda la educación pública se ha percibido como una victoria de la iglesia Católica. Religión recupera, tras un paréntesis de más de dos décadas, tanto su estatus de materia de pleno derecho, contando para la media y las becas, como una asignatura alternativa fuerte. Esto abre la posibilidad a que se repitan esas conversaciones entre alumnos previas a la aplicación definitiva de la LOGSE, cuando el 75%, frente al 46% actual, escogía la materia confesional:
-Pero tía, ¿cómo vas a Ética? ¿no ves que en Religión te ponen un diez?
Este “destejer desde el ministerio la tela de Penélope de nuestra enseñanza oficial”, como dijo Unamuno, es el último episodio de un conflicto que arranca con la simple intención de creación de los sistemas públicos de instrucción a finales del siglo XVIII: el de la securalización de la enseñanza. Hasta el siglo de las luces, la primera enciclopedia y demás cosas ilustradas, la educación era un asunto meramente religioso y de los estamentos altos. Así, en 1812, año en que las Cortes de Cádiz dedican el título IX de su Constitución a la intención de abrir escuelas de primeras letras para enseñar a leer, escribir y contar, el 85% de la población española era analfabeta.
El plan del nuevo y efímero Estado liberal se plasmó en el informe Quintana, convertido en ley durante el bienio liberal y que, aunque reconocía la libertad de creación de centros y la obligatoriedad de enseñar “la Religión divina que profesa la Nación”, comienza tímidamente a secularizar la enseñanza, dando, por ejemplo, a los Ayuntamientos la función de fiscalizarla. La vuelta del ‘deseado’ Fernando VII en 1823 paró todos estos avances, devolviendo todo el poder a la reaccionaria Iglesia y, según historiadores de la educación como Julio Ruiz Berrio, retrasando el desarrollo educativo de España unos 20 años.
Con la muerte del rey, la regencia de María Cristina y el reinado de Isabel II, la secularización avanzaba a trompicones, imponiéndose el Estado cada vez más en las escuelas de primeras letras o, como las llamamos ahora, colegios. Los tejidos y destejidos eran continuos. Si se aprobaba el plan Pidal en 1845, promovido por un Gil de Zarate que consideraba “fundamental” la secularización del sistema, se firmaba un primer concordato con la Santa Sede en 1851 en el que le otorgaban a la Iglesia católica las funciones fiscalizadoras de libros, profesores y planes de estudios.
Todas estas prerrogativas quedaron recogidas en la ley Moyano de 1857, que sentó las bases del sistema educativo español hasta 1970. Sirva como muestra de lo dificultoso ya entonces del pacto de Estado educativo el hecho de que tuviera que ser aprobada usando una triquiñuela parlamentaria para evitar el debate de los puntos conflictivos.
La ley Moyano establecía un sistema configurado al gusto de la burguesía moderada. La primera enseñanza iba de los seis a los nueve años y enseñaba a leer, a escribir y las cuatro operaciones matemáticas fundamentales. La segunda se componía de dos ciclos, según la necesidad del integrante de la clase media o burguesa, y fue donde la Iglesia y el sector privado religioso afianzó su influencia, ya que el Estado solo gestionó 60 institutos en todo el país hasta 1930.
A esto ayudaron sobremanera las políticas de Jules Ferry en Francia durante la República Radical, que al restringir las órdenes religiosas educativas las empujó a bajarse a España, multiplicándose durante la restauración borbónica grupos como los salesianos, los hermanos de las escuelas cristianas o las religiosas del sagrado corazón.
Así, para 1900 y con un 50% de analfabetismo, la educación primaria estaba en una proporción 80/20 a favor del sistema público, que constaba de 25.000 escuelas y más de 1.600.000 niños; mientras que en la secundaria, de los 35.570 alumnos, 25.550 estudiaban en la privada. Esto preocupaba a un joven Azaña, que dejó constancia en sus diarios de su recelo por el “creciente poder de la Iglesia sobre la educación de las clases medias y burguesas”. Con el siglo XX la Iglesia sentía el aliento del lobo secularizador en la educación, que fue un campo de batalla del ‘turnismo’ entre liberales y conservadores como cuando, después de que los primeros aprobaran en 1910 la Ley Candado de Canalejas para poner coto a las ordenes religiosas educativas, los segundos usaran su turno para promover medidas a favor de estas.
Es con la Segunda República, tras la dictadura de Primo de Rivera, cuando el afán secularizador explota. En 1933 el nuevo Estado, al que la conferencia episcopal había declarado la “guerra escolar”, aprueba la ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, que prohibía a las mismas dedicarse a la enseñanza, además de suprimir la obligatoriedad de la enseñanza religiosa, regular la inspección de la primera y segunda enseñanza, permitir la educación mixta y crear un Plan de Escuelas Normales que impulsó en sobremanera la red escolar.
El Partido Radical de Lerroux y la CEDA se hicieron con el poder se lanzó a destejer con una contrarreforma. El Frente Popular, que ganó las elecciones de 1936 con un programa que incluía nuevas reformas educativas, no tuvo oportunidad de aplicarlas por el golpe de estado militar. El lado sublevado ordenó, el mismo año 36, la “destrucción de cuantas obras de matiz socialista o comunista se hallen en bibliotecas ambulantes y escuelas» y la supresión de la enseñanza de niñas y niños juntos.
En la primera reunión del gobierno de Franco en febrero del 38 se derogó toda ley laica de la Segunda República, incluyendo las relativas a educación, como la de Confesiones y Congregaciones, y se devolvió el crucifijo a las aulas. El franquismo, con su especie de remedo del fascismo en el que se sustituía la raza por la religión en el “nacionalcatolicismo”, depuró a los profesores, los libros de texto, los alumnos, los centros y hasta las bibliotecas. La iglesia copó la educación, quedando el Estado fuera de la misma hasta finales de los 50, y, mientras que en la mayor parte de Europa el despegue de la secundaria siguió a la II Guerra Mundial, en España se retrasó hasta los años 60.
Una prueba magnífica del atraso del sistema propiciado por el franquismo es su propio órgano de propaganda. Cuando se iba a aprobar la Ley General de Educación de 1970, el NoDo le sacó las vergüenzas mediante un vídeo explicativo que no tiene desperdicio: de cada 100 alumnos que entraban en primaria, solo 27 seguían en la secundaria. La LGE quitó las reválidas. La de 1990, el peso de la materia confesional. La LOMCE vuelve a ellas. “Tejer y destejer desde el ministerio la tela de Penélope…”