La casa del 144 de San Martín, en el barrio limeño de Barranco, no es una casa. Hace seis meses, cuando todavía era invierno, entraron dos españoles a habitar la vivienda. Ana Bustinduy y Carlos Lorenzo habían abandonado su país porque allá, en esa esquina de Europa, hacía unos años que se había instalado un invierno sobrecogedor que arramplaba con empleos y dignidades como si fueran hojarasca sobre el asfalto.
La pareja llevaba un tiempo viviendo en Lima. Moraban otra casa, pero el 144 no tenía prisa. Estaba allí, esperando, hasta que él decidió dejar la construcción y ella terminó su trabajo en una ONG. Entonces, al entrar por fin en su nueva casa, las paredes hablaron, aunque no se oyera nada.
Los muros hablan. Lo contó un gaditano a una periodista cuando ella lo entrevistó después de que la edificación se viniera abajo.
–Qué suerte ha tenido usted de haber salido de su casa justo antes de que el techo se desplomara –dijo la reportera.
–No es suerte. Me avisó la casa. Estaba viendo la televisión y la pared me gritó: «¡Sal!, ¡sal!, ¡sal!». Salí a la calle y se derrumbó.
Por esa lógica del mundo, el 144 también habló a la pareja, aunque ellos no lo oyeran y hoy sigan creyendo que la decisión de montar una librería fue solo suya.
El lugar, que es hoy una casa y a la vez una librería, se llamó La Libre. En las maletas de la pareja quedaba el poso del invierno español. Allí habían aprendido, entre sopapos, que las palabras ‘dame’, ‘quiero’ y ‘necesito’ no sirven de nada. Es mejor reemplazarlas por la frase: ‘Lo hago yo’.
Y eso hicieron. Montaron la librería que siempre quisieron visitar y que, a la vez, representaba la vida que siempre quisieron tener. Los dos amaban los libros y compartir la cultura. Amaban la libertad y la autogestión. Amaban la vida de barrio y a los colectivos desfavorecidos. Vender libros sería solo una cosa más. La Libre se levantaba con más propósitos: difundir «libros que nos hacen libres».
La madre de Carlos Lorenzo ya lo había dicho: «Más libros, más libres». La frase les gustó y se la quedaron como lema. A veces es fácil olvidar que la libertad es como la brisa. Viene y se va. En el país de donde venían habían visto cómo estaban aplicando mordazas inimaginables unos años antes. La libertad no es una condición. Es una aspiración.
Al entrar al 144 hay una estantería llena de libros que no están a la venta. La entrada no es todavía una librería. Es una biblioteca popular que se ha ido formando con los ejemplares que les han regalado amigos y vecinos. Los libros salen de allí como un préstamo porque Bustinduy y Lorenzo creen que compartir cultura es un deber.
«En la biblioteca hay libros muy buenos. No donan esos ejemplares que nadie quiere leer», cuenta la librera mientras muestra los títulos. «Un día, un vecino bajó decenas de grandes clásicos. Tenemos incluso un libro de principios del XX sobre los gitanos en Europa. Es una edición preciosa. Muchas personas lo quieren comprar pero no se puede. Es de préstamo para que lo lean todos los que quieran».
Entre esa sala y la siguiente solo transcurre una pisada. Nada más las divide. En la segunda habitación los libros se pueden comprar. La selección tiene mucho que ver con los valores que esta pareja defiende. «A veces nos piden un libro de autoayuda. Nosotros no tenemos porque pensamos que la filosofía puede ayudar más que ese tipo de lectura. Les preguntamos qué están buscando y, en función de lo que quieren, les recomendamos obras de grandes filósofos que trataron el tema».
En este lugar de la casa hay más nombres de mujer de lo habitual. Aquí se rompe la inercia de la historia y no están ni en la despensa ni en la habitación de planchar. «Decidimos separar a los autores de las autoras para poder ver a cuántas escritoras conocemos, de cuántas publican sus libros y cuántas nos suenan», explica Bustinduy, mostrando su librería como el que enseña su hogar a una visita. «Pensamos que las escritoras lo han tenido más difícil. Han sido más invisibilizadas. Publican menos obras de mujeres. Solo trece han ganado el premio Nobel de literatura. Seguimos necesitando la habitación propia de la que hablaba Virginia Woolf».
En 1928 la Sociedad literaria de Newham pidió a la escritora británica que hablara sobre las mujeres y la novela. Woolf dijo que «una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas». Mencionó a «todas estas mujeres que habían trabajado año tras año y encontrado difícil reunir dos mil libras». ¿Qué habían estado haciendo mientras sus maridos, sus padres y sus abuelos fundaban empresas y cátedras, recibían becas y ganaban premios? ¿Qué hubiese ocurrido si ellas también hubiesen estudiado e hiciesen dinero? «Quizás hubiéramos esperado, sin una confianza exagerada, disfrutar una vida agradable y honorable transcurrida al amparo de una de las profesiones generosamente financiadas. Quizás en aquel momento hubiéramos estado explorando o escribiendo, vagando por los lugares venerables de la Tierra, sentadas en contemplación en los peldaños del Partenón o yendo a una oficina a las diez y volviendo cómodamente a las cuatro y media para escribir un poco de poesía».
En la segunda habitación de La Libre las mujeres no están preparando la cena a su marido. Están situadas, en la mesa, de igual a igual. «Ha tenido un gran efecto. Vendemos casi tantos libros de autoras que de autores. Al verlo así, las personas se lo piensan y dicen: ‘Voy a leer a más escritoras’», indica. «También decidimos tener una sección de feminismos porque, en Perú, el término, como en otros países, es una ‘mala palabra’. Está identificada con una especie de brujas malignas. Las mujeres que han ido a su aire siempre han sido demonizadas. Desde las brujas hasta este invento actual de las feminazis. Resultamos incómodas porque cuestionamos el sistema en el que vivimos».
La Libre nació con una declaración conjunta de un hombre y una mujer. Los dos decidieron que sería una librería feminista y atenta a la literatura de lesbianas, gays, bisexuales y transexuales. Estaban dispuestos a llevar a Lima libros poco conocidos y difíciles de conseguir en Perú. «Nos gustaba que fuera una sección con títulos muy diversos. El segundo sexo, de Simone de Beauvoir; Postporno, de María Llopis; la antología Feminismos negros, textos de feministas latinoamericanas, reflexiones sobre masculinidades o lecturas sobre economía feminista», especifica la librera. «Creemos que hay mucho que leer y mucho que visibilizar. El feminismo no es uno, sino muchos, y todos son textos imprescindibles».
Cuenta Bustinduy que por La Libre pasan «chicas muy jóvenes» y «señoras mayores que empiezan por releer a Virginia Woolf». «Y también chicos, claro». En esa casa, como ocurre en un cuarto de estar, «surgen conversaciones muy interesantes y cada vez hay más personas que nos piden hacer grupos de lectura colectivos o talleres de autodefensa».
Entonces se pasa a la sala siguiente. Al fondo hay una habitación con más libros todavía, un par de butacas y unos cojines. Allí se debate, se lee y se organizan conversatorios.
Desde las butacas se ve una puerta que abre a un pasillo. El corredor lleva a la casa dentro de la casa. Al lugar donde duermen y habitan cuando La Libre echa el cerrojo. En ese pasaje hay unos cuadros colgados de un artista de la ciudad. Estarán ahí unas semanas y después habrá otra exposición.
La libertad no solo tiene forma de libro. También puede estar colgando de un clavo.
«Se confirma», indica Bustinduy. «Los libros son un arma gordota».