Se aproximan las fechas navideñas y con ellas el trasiego de la compra de regalos. Los vales descuento son un poderoso incentivo para que la gente compre más cosas de las que compraría en circunstancias normales. Sin embargo, el 40% de todos los cupones con descuentos que se distribuyen jamás se canjean.
De hecho, esa es la razón de que las tiendas prefieran emitir estos vales antes de aplicar una rebaja equivalente en los precios: la evidencia les ha demostrado que muchos clientes no los usarán, lo que revertirá en mayores ingresos. Pero ¿por qué no usamos los vales de descuento, si nos favorecen? ¿Desidia? Parece que la razón psicológica subyacente es que predecimos equívocamente cómo nos comportaremos en el futuro.
Viva el regalo fungible
La misma dinámica que observamos en los vales de descuento se produce en las tarjetas regalo: la mayoría de los usuarios jamás las activan. Razón por la cual, obsequiar a alguien con una tarjeta de regalo no es una buena idea. A no ser que nos importe un pimiento que esa persona disfrute de verdad de su regalo.
Particularmente, soy un firme defensor de los regalos fungibles, es decir, regalos que desaparecen con su uso: desde dos kilos de ternera hasta unas entradas para ir al teatro. Los regalos que no desaparecen son regalos susceptibles de acompañarnos siempre, aunque no nos gusten, por no hacerle un feo al otro. ¿Quién no se ha puesto un jersey horrible el día que tiene que ver a quien se lo regaló?
Inspirados por esta filosofía, las tarjetas regalo se han convertido en el presente estrella: en Estados Unidos, dos tercios de los ciudadanos ya optan por ellas. Al fin y al cabo es una manera elegante de recurrir a lo de dar cincuenta euros para que el otro se compre lo que quiera, estrategia tan socorrida por abuelas que ya no entienden a nietos que suspiran por las Monster High.
A diferencia del sobre con cincuenta euros, las tarjetas generalmente no se usan. De media, un estadounidense dispone de tres y cuatro tarjetas regalo perdidas por casa. Lo que supone millones de dólares perdidos, sin usar.
Las compañías que emiten las tarjetas regalo sacan partido porque ingresan sumas millonarias sin vender nada más que una tarjeta de plástico o una caja con un librito que dispone de unas docenas de experiencias, del tipo cenar en un restaurante romántico o partirse la crisma en parapente. En 2008, por ejemplo, Limited Brands, propietario de la cadena de almacenes de lencería de Victoria Secret, tuvo unos beneficios brutos trimestrales de 47.800.000 dólares procedentes de tarjetas regalo no usadas. Cifras similares a las de Best Buy, Home Depot o Target.
La imposibilidad de prever lo que desearemos
No es que las tarjetas regalos ofrezcan regalos basura. Ni que regalemos las tarjetas a personas inapropiadas. Incluso si nos las autorregaláramos, acabaríamos empujados por el mismo comportamiento: una de cada tres personas que compra cupones de descuento por internet, de hasta un valor de 90 dólares, se olvida de usarlo. Por ello no es extraño que hayan nacido iniciativas como Truekit, una plataforma de compra-venta de tarjetas regalo y cofres regalo como pueden ser los Smartbox o Wonderbox.
La razón psicológica que subyace a esta tendencia ha sido estudiada por investigadores como George Loewenstein, del Carnegie Mellon, y puede resumirse en que se nos da fatal preveer cómo nos sentiremos, qué nos hará felices o qué necesitaremos en el futuro.
Incluso si debemos escoger entre opciones tan aparentemente seductoras como pasarnos la vida en una playa caribeña tomando cócteles afrutados, somos incapaces de imaginar que esa clase de vida, a la larga, también nos aburriría o nos amargaría. Esa es la razón de que tanta gente rica o tantas personas que ya no necesitan trabajar más, siguen emprendiendo toda clase de costosos proyectos. Una vez tenemos lo que queremos anhelamos otra cosa distinta. Así que saber lo que querremos en el futuro se convierte en una entelequia.
Ante la pregunta de si, por ejemplo, seremos infelices si nos quedamos ciegos o paralíticos, la mayoría de nosotros responderá que sí, que en efecto nuestra vida será peor que ahora. Los cuestionarios al respecto realizados por Ed Diener y Carol Diener sobre personas que pasan por estos trances revelan, no obstante, que tales poseen un grado de satisfacción vital equivalente al resto de personas.
El 93% de los tetrapléjicos, por ejemplo, manifiestan estar contentos de estar vivos y el 84% consideraba que su vida estaba en la media o por encima de la media en índice de satisfacción. Unos resultados similares a los que sufren otras minusvalías. O como resume Nicholas A. Christakis en su libro Conectados:
En realidad, el seguimiento de personas que han ganado la lotería y de pacientes con daños en la médula espinal revela que, al cabo de un año o dos, esas personas no son más felices ni más tristes que los demás. Nuestra sorpresa al saber esto proviene en parte de nuestra incapacidad para darnos cuenta de que hay cosas que no cambian. La persona que gana la lotería seguirá teniendo parientes con quienes no se lleva bien y quienes sufren una parálisis se seguirán enamorando.
En consecuencia, los vales de descuento y las tarjetas regalo sencillamente ponen en evidencia los resortes psicológicos que también sugieren que nuestro sistema mental está más preparado para predecir recompensas que centrado en las propias recompensas. Así que ya sabéis: dos kilos de ternera para estas Navidades.
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