En su novela Tokio ya no nos quiere (Alfaguara), Ray Loriga exploraba un futuro distรณpico en el que se trafica con una sustancia que borra recuerdos.
Y en la pelรญcula Olvรญdate de mรญ (Michael Gondry, 1994) es una empresa la que comercializa ese servicio de eliminar determinadas regiones de la memoria a cambio de sustanciosas cantidades de dinero.
En ambos casos, en la novela y en la pelรญcula, el borrado comporta inesperadas ramificaciones, no siempre deseadas, que dan lugar a sendas tramas argumentales de gran calado.
Ahora es frecuente encontrar la expresiรณn ยซderecho al olvidoยป aplicada a las trazas que dejamos en la red. Muchos olvidados podrรญan tambiรฉn exigir el ยซderecho al recuerdoยป. A menudo, los acontecimientos que tuvieron lugar antes del advenimiento de internet encuentran en la red un pรกlido reflejo de su verdadera importancia, empequeรฑecidos por otros de estatura mucho menor, pero amplificada por artefactos tan recientes como las redes sociales.
Extirpar un recuerdo negativo tiene efectos colaterales. Por ejemplo, puede hacer que desaparezcan recuerdos agradables derivados de la superaciรณn. Si la memoria de la primera pareja que nos abandonรณ desaparece, es probable que no percibamos igual el amor que surgiรณ despuรฉs con otra persona.
Modificamos los recuerdos para adaptarlos a nuestras creencias, pero todos atesoramos escenas vergonzosas en nuestra memoria, y pagarรญamos un buen precio por borrarlas de forma definitiva, o hacer que las protagonizaran otros. Respecto a los hechos dolorosos, puede borrarse su huella pero no sus consecuencias, con lo que nos verรญamos inmersos en una paradoja espacio temporal de similar envergadura que las que quitan el sueรฑo a los fรญsicos cuรกnticos.
Me cuesta tanto olvidarte, cantaba Mecano en 1984. El mismo aรฑo para el que George Orwell preconizรณ una sociedad tecnificada e hipervigilada que prevenรญa precisamente el olvido. Si todo se recuerda, almacena, procesa y relaciona, nadie estarรก libre de culpa, y quien atesore esa informaciรณn serรก dueรฑo de nuestro destino. El olvido no parece, pues, una palabra que agrade a las sociedades totalitarias.
La araรฑa negra se publicรณ en 1892, y en ella Vicente Blasco Ibรกรฑez dibujรณ un protagonista aterrador, el padre Claudio, un poderoso jesuita que ordena, clasifica, captura y categoriza en pliegos y escritos cuidadosamente redactados todos los secretos y vergรผenzas de las personas sobre quienes ejerce un control e influencia sin lรญmites. El olvido era entonces un lujo que solo algunos podรญan comprar, y hoy las cosas no han cambiado en absoluto, solo los mรฉtodos.
Pero ยฟy el olvido voluntario? ยฟEs posible, mediante meditaciรณn y otras tรฉcnicas, eliminar fragmentos de memoria que nos puedan incriminar o que simplemente preferirรญamos que no hubieran tenido lugar jamรกs?
Arrancar determinadas hojas al calendario de nuestra memoria quizรก es posible. El problema es dรณnde arrojarlas. Porque ni siquiera el fuego de la amnesia puede reducirlas a cenizas y ademรกs siempre quedarรกn las marcas de esas hojas ausentes.
El dรญa en que fuimos cobardes. El que culpamos al inocente. El que no estuvimos a la altura. El que hicimos un daรฑo irreparable. El que fallamos a quien mรกs querรญamos. O el que cometimos un crimen.
Solo los sabios pueden olvidar lo que fueron. Y lo que son.