«Piensa una cosa», dice Steven Dring, «estos refugios estaban diseñados para que 8.000 personas pudiesen vivir ahí… El sistema de ventilación es magnífico». Licenciado en Derecho y Negocios, Steven Dring es la cabeza pensante de Zero Carbon Food, una empresa londinense que se ha propuesto cultivar verduras y hortalizas en el subsuelo de la capital británica.
Para ello, Dring y su socio, Richard Ballard, graduado en estudios cinematográficos, alquilaron hace unos meses un antiguo refugio antiaéreo en Londres, a cuatro kilómetros y medio del mercado de Covent Garden, y plantaron semillitas en vasitos, como hacen los niños en la escuela. Sí, alquilaron un refugio antiaéreo, de los que se llenaban cuando los aviones nazis agujereaban Londres con sus bombas durante la Segunda Guerra Mundial. Dring y Ballard probaron primero a pequeña escala. «Teníamos que ver si los cultivos funcionaban para hacerlo en grande», explica el primero al otro lado del teléfono. La buena noticia es que funcionó.
La agricultura urbana es un fenómeno de reciente popularidad en ciudades grandes y medianas a lo largo y ancho del globo. Decenas de asociaciones y particulares rescatan solares abandonados del extrarradio, jardines asilvestrados o patios en desuso y plantan patatas, lechugas, tomates, zanahorias, calabacines… Es la moda, cierto, pero también una reacción: las ciudades cada vez son más grandes, los campos de cultivo se alejan constantemente de los centros de consumo y cosechar una caja de puerros acabará por contaminar tanto —por el transporte— como el escape libre de un Seat 127.
El modelo de Zero Carbon Food consiste en llevarse la agricultura urbana al subsuelo. Dring dice que las condiciones allí no tienen nada que envidiar a las de afuera. ¿Luz solar? Mis focos la recrean. La tendencia a recuperar parte del subsuelo de las ciudades crece además sin parar. En Nueva York, un estudio de arquitectura planea construir un parque en una vieja estación subterránea de tranvías. En París, unos colegas de los de Nueva York quieren recuperar 11 estaciones de metro abandonadas y convertirlas en cines, piscinas y discotecas. En Ciudad de México, otro equipo de arquitectos propuso construir un rascasuelos bajo el zócalo, la plaza principal. El edificio alcanzaría 300 metros —65 pisos— de profundidad. ¿Qué tiene de raro plantar un huerto en un refugio antiaéreo?
Dring y Ballard hicieron sus cálculos. Entre 2009 y 2012, el precio de la comida creció un 32%. De aquí a diez años la población de Londres aumentará un 24% y alcanzará los diez millones de habitantes. Los cultivos al aire libre distan mucho de ser la panacea inalterable: sequías, plagas e inundaciones son sucesos difíciles de predecir y menos de controlar. El sur de Inglaterra, sin ir más lejos, sufrió las peores inundaciones en décadas el pasado mes de febrero. Está también lo del transporte, la huella de carbono que generan los camiones llevando y trayendo mercancía de acá para allá. «Además», explica Dring, «el costo de alquilar de un campo del tamaño del refugio es ocho veces superior a lo que nos cuesta alquilar el refugio, 54.000 euros al año contra 300.000».
De acuerdo a estos datos, un argumento sensato no podría sino cuestionar la agricultura tradicional: ¿para qué narices nadie cultiva todavía la campiña inglesa? ¿Para qué trabajar la superficie terrestre con la cantidad de sótanos abandonados que yacen en los subsuelos urbanos? Dring se rie. «La temperatura allá abajo es constante, 16 grados —obviamente no hay tormentas, ni ventiscas, ni inundaciones—, nuestro sistema hidropónico —los vasitos con lentejas y algodones, para hacernos una idea— usa un 70% menos de agua que la agricultura convencional y el aire, gracias a las turbinas que construyeron para la guerra, es excepcionalmente limpio. Es perfecto». Dring dice que incluso cuando entraron por primera vez en el refugio se respiraba perfectamente, no notaron el aire cargado, nada. Quizá eso sea lo más lógico de todo: al fin y al cabo era un espacio preparado para albergar a 8.000 personas por tiempo indefinido.
Con acento de su Bristol natal, Dring desgrana su proyecto punto por punto y llama la atención, sobre todo, su visión a medio plazo. Zero Carbon Food trasciende a las semillas y los vasitos. La intención de la empresa es cultivar hasta 2,5 hectáreas de vegetales en el refugio, principalmente acelgas, guisantes, espinacas, brócoli y rábanos. Si los cálculos de Dring son correctos, Zero Carbon Food cosechará en 2015 un millón seiscientos mil kilos de verdura. Especulemos. Los nutricionistas recomiendan comer cinco porciones de fruta y/o verdura al día. En un kilo de verdura o fruta entran unas seis porciones, a 170 gramos la porción, por lo que Zero Carbón Food producirá en 2015 nueve millones y medio de porciones. Si los ingleses, los londinenses, tomasen en serio a los nutricionistas en 2015, Zero Carbon Food podría cubrir las necesidades de 25 de ellos durante todo el año.
Lo bueno para Dring es que hagan lo que hagan sus compatriotas —escuchen o no a los nutricionistas—, Zero Carbon Food ya tiene comprometida la producción de 2015, la tiene vendida. La empresa ha creado su propio sello de envasado, Growing Underground, y llegará así a restaurantes y supermercados; ha convencido a una estrella mediática de la gastronomía inglesa, Michel Roux Jr. —chef de Le Gavroche, tres estrellas michelín—, para que les apoye y ha nombrado director sin funciones ejecutivas a Neil Anderson, uno de los jefazos de Florette, gigante de las lechugas envasadas en el Reino Unido.
Dring y Ballard son amigos de la infancia. Ninguno de los dos dedicó su tiempo en Bristol a la agricultura. Tenían sus huertos familiares, llenaban la nevera de vez en cuando con sus padres, eso es todo. Hace 16 años se mudaron a Londres, ciudad que aman, y en todo este tiempo hablaron decenas de veces del problema del petróleo —la contaminación, el agotamiento de las reservas—, el crecimiento de la población en Londres y también el aumento de los precios. Al final crearon Zero Carbon Food con la intención de producir alimentos cerca del consumidor con poco o nulo impacto ambiental. El refugio fue el primer paso.
Lanzaron una campaña de crowfunding y consiguieron medio millón de euros en poco tiempo. Están en conversaciones con inversores de China e India, y controlan mejor el mercado de focos artificiales que el mayor fumeta del reino. «Nuestros LEDs vienen de Finlandia», explica Dring, «reproducen literalmente la luz del sol. Los que se usan para cultivar marihuana son más baratos, menos potentes, estamos hablando de dos hectáreas y media aquí».
33 metros bajo la superficie de Londres, a un paseo en bici del centro, dos treintañeros de Bristol juegan a intentar cambiar el modelo productivo del mercado de alimentos. Y juegan en serio.