Lo que el porno no cuenta de tus relaciones sexuales

29 de octubre de 2018
29 de octubre de 2018
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El amor, aquello que antes se recogía en tomos de literatura o en diagnósticos médicos con abreviaciones científicas, es ahora una aplicación de móvil. Pocas cosas han dado un vuelco tan grande a la sociología o a las letras como las costumbres actuales de ligoteo.

Y quien dice amor o ligar dice sexo, claro. De las relaciones íntimas nos separa un clic. De verlas, mediante la ubicuidad del porno, o de practicarlas, con múltiples herramientas para encontrar una pareja en cuestión de minutos. Se acabaron, parece, las mañanas de nerviosismo, las tardes de angustia, las noches de cortejo. Esa cosita a la que llamamos amor se erige como activo bursátil del sistema.

Se ha mercantilizado como se ha mercantilizado el resto de afectos, convirtiéndose en una moneda de cambio más. En un cruce de favores que no alimenta nuestro estómago sino nuestro ego.

También ha pasado con el sexo: la capacidad de sentir placer en una conexión carnal es ahora un simulacro de película X. Una coreografía de posturas que poco tiene que ver con lo que ocurre en el lecho. Y sí con un proceso de banalización y egocentrismo actual. Al menos, es lo que apunta Adriana Royo en su libro Falos y falacias, que acaba de publicar la editorial Arpa y que previamente llevaba por título La nueva sexualidad vacía.

¿Por qué esa valoración? Porque, según cuenta la psicóloga radicada en Barcelona, «en el porno te estás pajeando no con la mujer en pantalla –a la cual no conoces ni conocerás–, sino con lo que representa su cuerpo o su actitud, que de pronto es algo que te pone, que enciende tu cerebro instintivo y reptiliano y te excita».

Te masturbas con una imagen, insiste. «¡A eso no se le puede llamar sexualidad!», exclama Royo, «la sexualidad es cuerpo, es instinto, es cabeza, es emoción. No lo podemos desligar. No es solo algo físico: también es erotismo, es sensualidad. La sexualidad existe cuando estás enfrente de alguien y te desnudas, pero no solo físicamente».

No excluye esto que en algún momento haya química y se disfrute solo con «un culo, unas tetas, una representación». Sin embargo, semejante actitud responde a lo que la terapeuta describe como «un polvo narcisista».

«Es algo que alimenta la superficialidad de nuestras máscaras. No hay un contacto profundo», expresa, mientras aclara que no lo juzga «en plan mal»: «Solo digo que el sexo es un lenguaje más de comunicación y si me preguntas si hay comunicación entre dos personas que solo hablan de sí mismas pues te diré que no, que lo que hay es pajas a dos».

Y tampoco es una cuestión de mojigatería o de ser más o menos pacato. Royo no se escandaliza con los encuentros casuales o con lo lascivo en que se puede convertir la cópula. Lo que señala es la existencia de dos conceptos que sobrevuelan estos hábitos actuales: máscaras y narcisismo. Royo recuerda que, en la época antigua, las primeras se usaban como forma de representar los distintos arquetipos humanos.

«Tenían un uso más ceremonial, como si fuera un ritual con el que expresábamos partes de nosotros mismos», apunta. Eso se ha perdido.

«Ahora nos ponemos una máscara del arquetipo que creemos que es el más sexy o popular y nos la dejamos puesta. Ya no es un ritual de autoconciencia, ya no hay arte ni aprendizaje. Su uso ya no es como forma de expresión sino de protección. Sirve para que los demás no vean quienes somos realmente. En general estamos muertos de miedo, y en vez de potenciar eso y expresarlo, lo preferimos esconder detrás de una máscara que represente lo que creemos que será aceptado por los demás», concede.

Una forma de esclavizarnos, como se manifiesta rotundamente en las redes sociales. Pasto de impresiones pasajeras y superficiales, este universo virtual es un granero para cultivar el narcisismo, la otra palabra que más se repite en Falos y falacias. Un narcisismo, en muchos casos, vacío. Que pretende reflejar una imagen equívoca de nosotros mismos y puede causar una frustración mayor.

«Creemos que nos querremos por cómo nos verán. Nuestra confianza y seguridad depende de los demás. A eso no se le puede llamar autoestima», advierte Royo. La terapeuta asume que todo ser humano necesita sentirse querido desde pequeño, pero que esto salta a otra escala: «Buscamos el amor propio a través de los demás. Pero eso no es amor, es miedo. Vivimos una época de mucha vanidad y de poca autoestima».

Laguna que se manifiesta en todos los ámbitos. Desde las relaciones personales hasta en el gozo individual del día a día. «Si quiero mostrar una imagen de éxito, necesitaré poner mucha energía en controlar cómo me ven los demás.

No se tratará de que disfrute de unas vacaciones, sino de hacer ver que las disfruto. No voy a un concierto y me suelto y lo siento y lo vivo, sino que se trata de que los demás vean que tengo vida social, que soy moderno. No voy a una cena para tener intimidad con otro, sino para que los demás vean a qué tipo de restaurantes voy y qué cool soy», enumera Royo. Para representar eso se necesita tirar del autoengaño y del engaño a los demás.

«Vivir desde la imagen y negar la profundidad es querer atajar el dolor, o el estrés, la tensión o lo doloroso de la condición de ser humano», abrevia, «así que el narcisismo querrá atajar cualquier dolor y creará una imagen de eso. Digamos que todos somos unos publicistas de la hostia».

Tal ejercicio del marketing no soporta disidencias. Nos juntamos exclusivamente con aquellos que silban la misma canción, anulando las voces discordantes. Y eso lleva a acotar nuestro mundo en lugar de a ampliar la libertad.

«Imagínate que te digo que odio a los periodistas. Que me parecéis lo peor, que me caéis mal. ¿Te tomarías una cerveza conmigo?», pregunta. «¡A mí encantaría discutir nuestros puntos de vista si me dices que crees que los terapeutas son unos estafadores!», responde, «no hace falta que te manipule y trate de que pienses como yo, sino de compartir la diversidad».

Algo que está muriendo con esa pátina de buenismo que supone suprimir los comentarios negativos, ponernos un velo ante las opiniones contrarias.

O aún peor: aislarnos rodeados de gente. Tirar por la autosuficiencia consumista, la de quienes se bastan de sí mismos siempre que haya productos consumibles a su alrededor. «Lo bonito sería amarse a uno mismo para poder compartir, más que huir del vínculo», reflexiona Royo.

Contrario a lo que la escritora llama «enamoramiento ansioso y narcisista», que no es más que rendirse a una imagen que luego se evapora. Un fenómeno que aumenta con el buffet libre de cuerpos. Un ágape infinito que anega nuestros sentidos. «Tu mente quiere saturarse y probarlo todo con la excusa de que necesitas experimentar todos tus deseos. Somos unos caprichosos y lo llamamos libertad de elección», arguye.

En esta categoría entra algo tan en boga como el poliamor. Una palabra que abrillanta lo que antes era simple promiscuidad. «Pero esta está manchada y pervertida. A cualquiera que le digas que eres promiscuo tendrá una mala imagen de ti, y no queremos eso.

Sin embargo, esta nueva palabrita mágica te convierte en una especie de visionario libre que va por delante porque tiene menos prejuicios y está más libre, sin tanto condicionamiento», expresa, antes de apostillar: «He tenido la suerte de conocer personas fantásticas que sí tienen mucho amor para dar, pero ¿sabes qué? No necesitan ir diciéndolo. No se declaran nada, sencillamente aman».

Volvemos, por tanto, a esa pérdida de intimidad. A esa mercantilización de los afectos. Al sexo-valium: calma nuestros dolores transitorios pero no cura. «Cada fotograma de porno es como un Diazepam. Es el analgésico rápido perfecto. Quita por unos instantes la neurosis. Bueno, no te la quita: la aparta», afirma Royo.

«Viendo porno puedes descansar la mente, estás tú y tu fantasía, tu perversión, tu animal. Y, claro, de tan domesticados que estamos necesitamos sacar de la jaula nuestra parte instintiva. Pero  ¡qué manera de sacarla! Con imágenes que parten también de un ideal, de un montaje, de figuras y sonidos hechos por y para el consumo», prosigue.

Sexo desnaturalizado que activa nuevos senderos oscuros (algo poco reprochable), pero que no profundiza en nuestras emociones. «Dejamos que pongan imágenes en nuestro cerebro y así no pensamos nosotros. Necesitas que alguien te diga qué es lo que te va a excitar. Tú ya no tienes el control de tu sexualidad», concluye Royo, con una máxima que incluso va más lejos que las críticas a las nuevas costumbres amatorias o de ligoteo: «El porno es perfecto como arma de control».

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