Los famosos son famosos porque son famosos

Si bien el título que encabeza este texto suena tautológico, y lo es, responde con bastante pulcritud a la realidad. Los famosos, las personas conocidas, la gente popular, incluso los genios en la música u otros campos artísticos, no son reverenciados necesariamente por sus dotes ni por su transpiración. Ni siquiera porque tengan alguna maldita cosa especial. Todos ellos, en su mayoría o por norma, son reverenciados porque son reverenciados, y aquí nos volvemos de nuevo tautológicos, como el pez que se muerde la cola. Así que vamos a intentar desentrañar la madeja.
A todo el mundo le gusta la historia de una persona de orígenes humildes que, poco a poco, escala socialmente hasta hacerse famoso gracias a alguna habilidad extraordinaria. Nos gusta que nos expliquen esta historia, muy en la línea de las novelas decimonónicas de Horatio Alger, porque así todo nos parece posible. Porque así hay esperanza. Nos gustan las personas hechas a sí mismas como nos gustan los aforismos, porque creemos que, gracias a su ejemplo, nos contaminaremos un poco de su verdad. Sin embargo, esta historia es falsa o está mal contada. Porque olvida los millones de personas que no lo consiguen. Así pues, los famosos no se hacen famosos porque tengan algo especial, sino porque las condiciones en las que prosperaron fueron especiales.
Hasta el punto de que podemos afirmar que los famosos no son diferentes a los no famosos, por mucho que a nuestro cerebro forjado en la edad de piedra le resulte una aserción contraintuitiva.
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El punto de inflexión
Para alcanzar el éxito, en cualquiera de sus facetas, las orígenes importan. Y también la familia, los patrocinios, las oportunidades y los golpes de suerte que no parecen tal porque solo conocemos los casos de éxito, y no los de fracaso. Los anaqueles de las bibliotecas están llenas de autobiografías de grandes hombres, pero apenas se conocen las historias de las personas que intentaron algo y no lo consiguieron, a pesar de todo el empeño que pusieron en ello, a pesar del talento a raudales que poseían. Los anaqueles de las autobiografías de perdedores, de las personas maravillosamente desconocidas, ocuparían cien o mil veces más espacio.
Pero tales autobiografías no existen. De modo que solo nos podemos centrar en los periplos de las personas de éxito, tratando de evitar cualquier explicación a posteriori del éxito obtenido. Entonces advertimos que en casi todos los casos hay una ventaja inicial o, como denomina Malcolm Gladwell en su libro Fueras de serie, un punto de inflexión. Lo que Gladwell analiza es que sabemos mucho sobre las semillas excepcionales que proporcionan una altura excepcional a, por ejemplo, los robles, pero poco o casi nada de la ecología, las condiciones de luz que disponía el roble al crecer rodeado de otros robles que no le hicieran sombra y otros tantos factores. En definitiva, que las explicaciones personales del éxito son incompletas, y por ello parcialmente falsas:
La cultura a la que pertenecemos y la herencia de nuestros antepasados conforman el modelo de nuestros logros de maneras que no podemos comenzar a imaginarnos. En otras palabras, no basta con preguntarnos cómo es la gente que tiene éxito. Solo preguntándonos de dónde son podremos desentrañar la lógica que subyace a quién tiene éxito y quién no.

Peng
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Tirando los dados
Si tiramos dos dados cien veces probablemente en alguna ocasión obtendremos un seis doble. Incluso puede que se encadenen tres seises consecutivos. Para obtener el primer seis doble, estas son las probabilidades, según explica Mark Pagel en su libro Conectados por la cultura:
Los resultados posibles son 36, que van de (1,1) a (6,6). A cada uno de esos 36 resultados correspondientes al primer lanzamiento de dos dados corresponderán 36 resultados posibles en el segundo, lo que nos da un total de 1.296. Solo uno de estos corresponderá a (6,6), (6,6). Si obtenemos un seis doble en la primera tirada, 35 de los 36 resultados de la siguiente no serán (6,6), y en consecuencia, es mucho más probable que a (6,6) siga cualquier otro resultado.
Ahora imaginemos que a un grupo de observadores solo les permitiéramos contemplar el momento preciso en el que hemos sacado tres seises consecutivos. Esto es lo que sucede con el éxito. Solo somos conscientes de los instantes en los alguien ha conseguido tres seises consecutivos después de tirar los dados cien veces… rodeado de millones de personas que también los están tirando. También es la razón de que no detectemos los momentos de azar y tratemos de explicar determinadas coincidencias a través de un autor, ya sea el propio generador del azar como uno ajeno imaginario.
Entremos a un casting. Un grupo de actores aspira a un papel protagonista, y quien lo encarne tiene una alta probabilidad de hacerse mundialmente conocido, obtener una remuneración de muchos guarismos y acabar codeándose con otros famosos y patrocinadores. Uno, solo uno, logrará el papel porque otro grupo de personas lo ha decidido así, y el resto acabará sus días trabajando en un Starbucks, tal y como explica Nicholas Nassim Taleb en su libro ¿Existe la suerte?:
Se trata de un interesante atributo de la fama que tiene su propia dinámica. Un actor terminará siendo conocido por parte del público porque es conocido por las otras partes del público. La dinámica de esta fama sigue una hélice rotatoria, que podría haberse iniciado en la audición, ya que la selección podría haberse debido a algún detalle insignificante que hizo mella en el estado de ánimo de ese día del seleccionador.
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Efecto bola de nieve
De acuerdo, el actor ha superado el casting, ha protagonizado la película… pero quizá no es tan bueno, quizá sus dotes actorales son quebradizas, quizá no empatiza con el público. Naturalmente, el haber superado un casting no es garantía de éxito. Sin embargo, es un buen empujón, es un punto de inflexión necesario, un cuello de botella por el que solo pasa un 0,1 % de la población actoral. No sabemos si los que han superado la criba son los mejores, pero lo más interesante es que ni siquiera podemos saber si son los mejores aunque la película rodada sea un éxito.
No solo porque carecemos de una máquina del tiempo para comprobar qué hubiera ocurrido si se hubiese escogido a otro actor, sino porque en las dinámicas que hacen famosos determinados productos culturales no participan solo el talento o la excelencia (si es que somos capaces de describir tales rasgos de forma objetiva y universal; mirad el éxito del VHS frente al Betamax, a pesar de que Betamax era técnicamente superior). También se producen ventajas intrínsecas al simple hecho de mostrar el producto a una gran masa de consumidores, tal y como explica Joseph Heath en Rebelarse vende:
El placer de ver una película, un programa de televisión o leer un buen libro tiene mucho que ver con la posibilidad de comentarlo después con los amigos o compañeros de trabajo. Esto explica el fenómeno del «taquillazo». Una película puede llegar a su «masa crítica» en el momento que tantas personas hablan de ella, que los demás se sienten obligados a verla solo para poder participar en la conversación (o porque quieren saber de qué está hablando todo el mundo).
La brecha entre los éxitos y los productos normales es tan enorme que no puede explicarse solo a través de logros intrínsecos, sino de dinámicas de contexto social. Unas dinámicas, por cierto, tan intrincadas que funcionan como el propio azar. Como obtener tres seises consecutivos. Por eso las productoras tratan de invertir lo máximo posible en promoción, a fin de alcanzar esa masa crítica que inicie lo que en marketing se llama efecto bola de nieve. Pero el efecto no siempre se alcanza, por mucho dinero que se invierta.
De hecho, nadie sabe exactamente lo que hay que hacer, ni cómo lo hay que hacer, para que origine la bola de nieve. Si alguien lo supiera, podría multiplicar sus ingresos por diez o por cien con cada producto cultural financiado, y ahora probablemente sería la persona más rica del planeta. Y sí, la industria del entretenimiento es una de las más rentables, pero las productoras no dejan de pasar por épocas de crisis. Incluso Disney, con todo su monstruoso aparato de mercadotecnia, estuvo a punto de cerrar en números rojos.
De hecho, esta dinámica se produce con más violencia si cabe entre productos llamados de alta cultura, lejos de las criticadas estrellas de Hollywood, las supermodelos, los músicos pop y otros ejemplos de productos prefabricados inflados por el autobombo y el marketing. El esnobista mundo del arte pictórico es un buen ejemplo de ello: nunca veremos publicidad de los cuadros más valorados, pero eso no ha sido impedimento para que en otoño de 2006 el financiero mexicano David Martínez pagara 140 millones de dólares por la pintura Número 5 de Jackson Pollock. Multitudes de personas se pirran por contemplar Cuadrado blanco sobre fondo blanco, obra de 1918 del pintor Kazimir Malévich: básicamente un lienzo monocromo. En 2004, un encargado de la limpieza de la galería Tate Britain de Londres tiró una bolsa de basura ignorando que se trataba de una obra de arte allí expuesta. Mark Pagel explica otro ejemplo aún más estrambótico:
En 2006, el artista David Hensel expuso la escultura de una cabeza en la Royal Academy of Art de la capital del Reino Unido. Se hallaba apoyada en una pieza de madera con forma de hueso dispuesta sobre una peana; pero durante el transporte se separó de estos dos elementos y se la devolvieron al artista. Sin embargo, la peana vacía y el sustentáculo de madera siguieron su camino, y no solo se exhibieron en público, sino que las acabaron subastando.
En música, también hay muchas personas que asisten a la composición para piano de John Cage, que consiste en cuatro minutos y treinta y tres segundos de silencio, sin rozar si quiera el teclado.

En el ámbito de la música clásica aún hay más efecto contextual social que en el pop, tal y como ha argumentado el economista Sherwin Rosen: a pesar de ser un mercado más amplio que nunca, el número de instrumentistas profesionales apenas ronda los cien. Habiendo también una gran diferencia entre los músicos de primera y de segunda fila. Tal y como abunda en ello Joseph Heath:
Huelga decir que cuando un cantante de ópera se abre un hueco en el mercado, los enemigos de las masas establecen su distinción expresando el odio que les produce el artista en cuestión. Por eso los auténticos connoisseurs hace años que desprecian a Luciano Pavarotti, no porque no tenga talento, sino por ser demasiado «popular» o, mejor dicho, demasiado «populachero» (no puede ser bueno precisamente por tener un público tan amplio).
Solo somos 150 personas
Finalmente, para cimentar la idea de que hay pocas personas extraordinarias (y que no es la criba la que solo permite que unos pocos alcancen el estrellato), cabe tener en cuenta la hipótesis de que nuestro cerebro no es capaz de asimilar más de 150 individuos de media. Es lo que el antropólogo Robin Dunbar denomina ratio de neocórtex (el tamaño del neocórtex, en relación con el tamaño del cerebro). Tras 21 sociedades diferentes de cazadores y recolectores sobre las que hay sólida evidencia histórica, descubrió que la constante de 150 individuos se mantiene. Es decir, que nuestros cerebros se fraguaron en comunidades pequeñas. Donde todo el mundo se conocía.
Ahora vivimos en comunidades de millones de personas, millones de caras anónimas que cruzan frente a nuestros ojos pero de las que no sabemos nada. Solo somos profundamente conscientes de la existencia de las personas con las que tratamos a menudo, importándonos sus vidas, sus emociones, sus sueños, sus logros. Los famosos, a pesar de que puedan vivir a miles de kilómetros de nosotros, reciben tal representación mediática, que acaban formando parte de nuestro círculo íntimo de personas que hemos asimilado. Si en nuestro grupo de 150 individuos introducimos un puñado de famosos, obviamente esos famosos nos resultarán mucho más famosos de lo que son: porque solo los estamos comparando con un grupo pequeñísimo de individuos. Si fuéramos capaces de conocer a los siete mil millones de personas que pueblan en planeta, quizá esos famosos no resultarían tan rutilantes, no cantarían tan bien, no pintarían tan bonito, no serían tan guapos ni tan inteligentes.
De hecho, este defecto psicológico que propicia nuestro anumerismo, en palabras del matemático John Allen Paulos en su libro El hombre anumérico, es precisamente el mismo que acontece cuando nos alarmamos por la muerte de una, dos o cinco personas en un atentado terrorista, cuando en nuestro propio país mueren miles de personas al año por fumar. O cientos en accidentes en el cuarto de baño.
En resumidas cuentas, si no somos capaces de concebir todas las personas que somos en el mundo, al igual que somos incapaces de imaginar todas las estrellas del cielo, ¿cómo vamos a creernos que existen cientos de miles de personas tan talentosas como el autor del último bestseller o el músico ejecutante que hemos ido a escuchar al auditorio por 150 euros la butaca? De momento, hasta que algún tipo de tecnología o modificación biológica nos permita contemplar la masa de gente que nos rodea como algo más que 150 individuos, me aprovecharé de vuestro defecto cognitivo de serie para seguir escribiendo por aquí. Ignorantes de que hay millones de personas que lo podrían hacer mejor que yo.

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Yorokobu es una publicación hecha por personas de esas con sus brazos y piernas —por suerte para todos—, que se alimentan casi a diario.
Patrick Thomas

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