Los menguantes ingresos de las prostitutas


Si las prostitutas se hubieran organizado desde el principio de los tiempos, tal vez hubieran conseguido que se declarara competencia desleal a todas las prácticas sexuales no estrictamente reproductivas del resto de las mujeres, de las amateurs, para entendernos. Pero no lo hicieron y el resultado es que cualquier moza mínimamente instruida está cualificada para realizar este tipo de destrezas.
El inevitable resultado de la proliferación de un servicio es bien conocido por los economistas: el precio se derrumba. En otros términos, hace 40 años una prostituta estaba en posición de exigir 5.000 pesetas por una felación, a sabiendas de que se trataba de un producto de lujo, por excepcional, para su cliente (“¿que te coma qué?” era lo más suave que iba a escuchar el susodicho en su alcoba ante semejante propuesta). Sin embargo, hoy en día una mujer que se negara a proporcionar tan esencial placer a su amado sería tenida por loca o por opusina, así que las profesionales se ven forzadas a rebajar su tarifa hasta el límite de la supervivencia para competir en tan reñido mercado (“mil chupar, dos mil follar”, parafraseando la sintética promo que hacían las princesas de ébano africanas en la Casa de Campo cuando el bosque madrileño aún era una Babilonia del sexo). La felación se ha convertido en un commodity.
El sociólogo Sudhir Venkatesh, de la Universidad de Columbia en Nueva York, comprobó de primera mano los ingresos menguantes de las prostitutas. Para ello recorrió las esquinas de los suburbios de Chicago preguntándoles por sus ingresos. Después de analizar 2.200 actos sexuales, Venkatesh concluyó que la prostituta callejera media ganaba de media 350 dólares semanales por 13 horas de trabajo en las que llevaban a cabo diez actos sexuales. Esta cifra venía a ser la quinta parte de lo que ganaba una meretriz de la misma ciudad un siglo antes, en los buenos tiempos del oligopolio del gremio.

Un dato significativo del estudio de Venkatesh es que la tarifa por una felación había caído en picado de un siglo a esta parte. En los albores del siglo XX, los hombres pagaban dos o tres veces más por la “estimulación bucal” que por el coito, cuando ahora pagan menos de la mitad (37 dólares frente a 80). Aquí se puede ver prístinamente el efecto del “intrusismo” de las amateurs: en 1900 hacer una felación era poco menos que una depravación sexual, amén de una ofensa al buen Dios. Hoy, sin embargo, las tornas han cambiado tanto que el adolescente típico americano ni siquiera considera que hacer o recibir un francés sea sexo. Al fin y al cabo, ¡no hay penetración!, razonan los zagales, aplicando la doctrina Clinton.
Esto no quiere decir que la prostitución esté en declive, como puede comprobar cualquiera que trasiegue las carreteras de España. Sucede que ser prostituta es un mal negocio, al menos en países de moral sexual laxa como el nuestro. Y mucho me temo que cada vez va a ser peor, a no ser que surja una suerte de Teddy Bautista de las meretrices que logre, si no prohibir, al menos sí grabar con un severo arancel todas esas cosas que las amateurs se dejan hacer (¡incluso hacen!) sin una contraprestación económica, como mandan los cánones.
“Un análisis empírico de la prostitución callejera” [.pdf]. Visto en “Superfreakonomics”.
 
Este artículo se publicó en la edición de papel de Yorokobu correspondiente al mes de abril de 2011.

No te pierdas...