La casa que creció como una paranoia

[pullquote author=»William S. Burroughs. Yonqui»]Es una pregunta que se hace con frecuencia: ¿Por qué un hombre se convierte en drogadicto? La respuesta es que, normalmente, ese hombre no intenta convertirse en drogadicto[/pullquote]

Una enfermedad mental no es la fractura de un hueso ni un ataque vírico. Cuando contraemos la gripe, sabemos más o menos cuál es el causante de nuestros mocos y estornudos. De igual manera, cuando nos rompemos una pierna, nos la rompemos y punto; conocemos cuándo y dónde nos ha pasado. Por el contrario, no se conoce la causa exacta de los trastornos mentales. Según la mayor parte de la bibliografía especializada, suelen ser el resultado de una compleja red de elementos neurológicos, psicológicos y sociales interactuando a lo largo del tiempo en distintas manifestaciones e intensidades interconectadas.

Esto nos desasosiega. Ignorar los desencadenantes de algo tan devastador nos perturba en nuestra propia integridad como seres humanos. Porque no conocer significa no controlar. Por eso, la narrativa, cuya función primera y última es ordenar los pensamientos en relatos comprensibles, rechaza esta realidad y ha decidido que los trastornos mentales son como romperse una pierna. Hubo un trauma en el pasado, una madre dominante, un padre ausente, una muerte violenta en la familia. Algo, cualquier cosa que sirva para explicarnos por qué. Aunque sea mentira.

A finales de 1881, el médium Adam Coons (también conocido como Koombs) visitó a una viuda de mediana edad en la mansión donde esta vivía en New Haven, Connecticut. Ella intentaba de cualquier forma posible tratar de entender las desgracias que habían plagado su vida en los últimos años: la muerte de su única hija siendo apenas un bebé, la muerte de su suegro y, finalmente, la muerte de su marido por tuberculosis con solo 43 años.

Coons puso en contacto a la viuda con el espíritu del esposo recién fallecido, quien le dijo que la familia estaba maldita y que solo podría librarse de la condena si se mudaba al otro lado del país y construía una casa capaz de mantener a raya a todos los muertos de los que la familia había sido responsable.

James Stewart con un Winchester 73 en el filme homónimo dirigido por Anthony Mann en 1950. Imagen: Universal Pictures.

El problema es que la mujer era Sarah Winchester, viuda de William Winchester y heredera de la Winchester Repeating Arms Company, fabricante del Winchester 73, «el rifle que conquistó el oeste».

Tras la revelación sobrenatural, Sarah Winchester se mudó a una gran casa de ocho habitaciones en San José, California. Prácticamente de inmediato comenzó a remodelarla y a ampliarla. Pasillo tras pasillo, pared tras pared, sala tras sala, ventana tras ventana y puerta tras puerta.

En la obra trabajaban de forma continua docenas de personas entre albañiles, carpinteros, fontaneros y electricistas. Siempre bajo la supervisión de la dueña de la casa. Siempre sin ningún arquitecto responsable porque Sarah Winchester era la única responsable. Seis meses después de mudarse, la nueva mansión Winchester había triplicado su superficie y contaba con veintiséis habitaciones entre dormitorios, salones y corredores, además de catorce escaleras, nueve chimeneas, cuatro cuartos de baño y tres cocinas.

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Fachada este en 1933. (DP).
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Fachada sureste en 2004. (DP)

Pero todas esas salas y todas esas fachadas no eran suficientes para aplacar la venganza que los muertos por el Winchester 73 podrían lanzar desde el más allá. Porque el Winchester 73 había matado a miles de personas desde que salió al mercado, pero mataría a varias decenas de miles más en los años venideros.

Cada día, casi cada hora habría una víctima más del rifle capaz de disparar quince balas en diez segundos, así que la casa siguió haciéndose más y más grande. A todas horas, en cuadrillas que se rotaban a tres turnos día y noche. Durante treinta y ocho años, hasta la muerte de Sarah Winchester el 5 de septiembre de 1922, momento en que el edificio contaba con ciento cincuenta departamentos en una amalgama estilística de cuarenta dormitorios, cuarenta escaleras, tres ascensores, diecisiete cuartos de baño, seis cocinas, cuarenta y siete chimeneas y más de cinco mil puertas y ventanas.

En todo ese tiempo, la mujer vivió prácticamente recluida en una mansión que crecía como un cáncer. Dibujando las plantas, planteando las nuevas escaleras, escalando cada ventana. Tomando decisiones a cada minuto.  Los trabajadores solo respondían ante ella y ella no respondía ante nadie los motivos por los que la mitad de su vida se dedicó a ser arquitecta.

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Única fotografía conocida de Sarah Winchester junto a su mansión, circa 1920. (DP)

Porque la leyenda del marido muerto y los fantasmas del Winchester 73 es exactamente eso, una leyenda. Alimentada por el silencio de la mujer pero, sobre todo, propagada por John H. Brown, quien compró la casa en 1923 y la abrió al público con el nombre de Winchester Mystery House.

Brown añadió unas fábulas más, como la del número 13 que se repetía en puertas, ventanas y hasta en escaleras interrumpidas en el decimotercer escalón, y dejó que la imaginación de la gente hiciese el resto, convirtiendo a la mansión en un epítome de la circense casa encantada.

Aún hoy se puede visitar en el 525 de Winchester Boulevard Sur, en San Jose, previa compra del correspondiente ticket, claro. De hecho, la casa está incluida en el Registro de Lugares Históricos de los Estados Unidos y ha sido protagonista de la reciente película Winchester, protagonizada por Helen Mirren, y que incorpora aún más elementos sobrenaturales al relato.

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Helen Mirren como Sarah Winchester. Imagen: CBS Films.

Porque, como ya dijimos al principio, la narrativa tiene que dar explicaciones, reales o falsas, a las anomalías. Y esta era muy jugosa, todavía más a finales del XIX, cuando el mundo de lo paranormal vivió su gran explosión. Sin embargo, hay una hipótesis menos voluptuosa pero bastante más interesante. La recoge la historiadora Mary Jo Ignoffo en su libro Captive of the Labyrinth: Sarah Winchester era la última responsable de la obra; dibujaba, replanteaba y tomaba las decisiones.

En una época donde apenas había arquitectas, Sarah Winchester fue arquitecta, aunque no tuviese título. Quizá usó la mansión como manera de canalizar un trastorno, quizá fue para aplacar espíritus o por construir con el dinero de una compañía que había destruido tanto, quizá fue por el deseo de hacer arquitectura. Seguramente fue por una compleja interacción de todos esos factores, como en todas las enfermedades mentales. Porque la mansión Winchester es muchas cosas pero, esencialmente, es la manifestación construida de una enfermedad mental.

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Fotografía de satélite de la mansión Winchester. Imagen: Google.

Imagen de portada: Cullen328 (CC)

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Patrick Thomas

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