A Mimi Choi la naturaleza no le basta. Los ojos le gustan de cuatro en cuatro, de seis en seis; las bocas, de dos o en dos o a poder ser tres. La piel del rostro se le pone a veces como mondas de una patata recién pelada justo antes de desprenderse, como una jaula y hasta como una ola. No le bastaba la naturaleza como no le bastaba lo que su trabajo le daba: ser maestra, el colegio, quedaba muy lejos de los mundos de Salvador Dalí y de M. C. Escher, que es en los que a ella le habría gustado quedarse a vivir.
Para combatir el aburrimiento, el encorsetamiento y también el estrés, empezó a pintarse las uñas. Pero no como se las habría pintado su madre, su abuela o sus amigas. Lo que Mimi hacía era un arte peculiar con las uñas como lienzo. Pero las uñas son pequeñas y cada vez se le iban quedando más pequeñas. Entonces, se dijo: «La cara». Se maquillaba tan bien que era la más reclamada entre las mujeres de su familia y entre sus amigas. Ya ninguna se maquillaba si podía llamar a Mimi para que lo hiciera con esas manos que ya nadie sabía en qué se habían convertido.

Dejó su trabajo en la escuela y empezó a estudiar maquillaje. Pero resultó que también era insuficiente, muy alejada de los mundos que ella imaginaba. Hasta la escuela de maquillaje le aburría porque lo que ella quería no era cubrir imperfecciones sino hacer que quien la mirase se mareara y sintiera miedo y a veces hambre. Ella, desde pequeña, se había sentido un poco artista. Así que se dijo que podría hacer del maquillaje un arte algún día. Borrar las fronteras entre ambos y también entre lo real y lo irreal.
Solo tendría que encontrar el cómo. Y el cómo estaba en ella misma, en su subconsciente. Sus ojos comenzaron a multiplicarse, su boca (o sus bocas) empezaron a desplazarse. Aquel que la veía quedaba hipnotizado, mareado o asustado, pero nunca indiferente. Y así fue como llegó a tener más de un millón de seguidores en Instagram, toda una legión de gente que ve cómo su cara está a punto de hacerse pedazos y, de pronto, sigue en su sitio.
Pero Mimi Choi no está sola. Aunque considera que su trabajo no se parece al de otras artistas del maquillaje que arrasan en Instagram, como Hugry, Dain Yoon, Vanessa Davis o Yezamyn Douglas, entre otras. Toda ellas se han convertido en artífices de un mundo estrafalario, inquietante y colorido, a veces mórbido y tenebroso, que arrastra millones de seguidores en Instagram y que tiene, como elemento fundamental, el rostro como soporte de un maquillaje tan extremo que deja de ser maquillaje tal como lo entendemos para convertirse en arte. Y ocurre, claro, en una red que lo estaba pidiendo a gritos desde que se extendió el uso de filtros de tipo Snapchat. La de la imagen por excelencia y en la que casi nunca, casi nada, es lo que parece.
Es el caso de Jezamyn Douglas, su maquillaje va más allá de la cara, cruzando los límites del bodypainting. Pero incluso cuando es en el busto donde se dibuja un paisaje, a menudo fantasioso y fluorescente, la cara y el pelo de la artista australiana se combinan y se convierten en una parte indispensable de la obra. Jezamyn, por si hay dudas, sube el proceso en vídeo a la red social, donde se puede ver cómo una persona se convierte en acantilado, en manantial o en helado. Para Jezamyn, el arte va por delante. «Es el medio por el que expreso mi creatividad y en el que experimento con distintas emociones y técnicas. Me encanta maquillarme como sea y me encanta cómo he encontrado una manera de combinar maquillaje y arte», cuenta a Yorokobu.
Esa manera la encontró hace solo dos años. Jezamyn apenas puede ver la línea que separa realidad y fantasía porque le parece «tan bonito crear un look que es tan realista a pesar de que una pintura en 2D parezca en 3D». A ella la edición fotográfica no le interesa demasiado y solo utiliza Instagram como una plataforma para mostrar su trabajo. El mundo, la realidad, es lo que inspira los mundos fantasiosos que luego plasma en su cara y busto. «La inspiración me llega de todo lo que me rodea; intento estar a la última, uso mucho Pinterest y miro fotos en Google porque me ayuda a conseguir que una ilusión parezca mucho más realista», añade.
Al igual que ella, Mimi Choi trata de evocar emociones y sentimientos. Ese es para ella su verdadero triunfo: «Si se sienten mareados o asustados, lo cuento como un logro. Muchos de mis looks mórbidos están inspirados por mi parálisis del sueño, en la que mi mente está consciente pero mi cuerpo no responde justo antes de que me despierte», cuenta a Yorokobu. Ese momento, nunca demasiado largo ni demasiado breve, hace a Mimi tener «visiones aterradoras» de las que ha encontrado la manera de librarse: «Me he dado cuenta de que cuando las pinto nunca más vuelvo a tener esa misma alucinación».
A Mimi a veces la cara se le derrite como un helado y otras veces se le vuelve hamburguesa, con su queso fundido y todo. A veces, se le parte y se le multiplica la cara. Todo vale. El rostro, si una se lo propone, puede ser también una pizza. Más allá de si tiene hambre Mimi cuando se maquilla, lo que siempre sucede es la inquietud que deja la parálisis del sueño que sufre casi a diario. Esa angustia que vive por un momento es, junto con Dalí y Escher, su auténtica inspiración.