«El verdadero gastrónomo es tan insensible al sufrimiento como el conquistador» (De un antiguo manual británico sobre maneras en la mesa)
Pese a alcanzar su apogeo y reconocimiento histórico durante el Renacimiento, el mecenazgo debe su nombre a Cayo Cilnio Mecenas. Mano derecha y hombre de confianza del César Augusto en la Roma de un siglo antes de Cristo, compaginó su ajetreada vida política con una poderosa vocación literaria. Dicho interés lo llevó a escribir algunas obras (hoy en el olvido) y a brindar su dinero y protección a los principales talentos de su tiempo, entre los que destacan nombres tales como Horacio o Virgilio. De esta desinteresada actividad en favor de las artes nació el concepto de mecenazgo tal y como lo entendemos hoy en día.
Pero ¿qué es lo que entendemos hoy en día por un mecenas? Básicamente a alguien con mucho dinero (o al menos el suficiente) para donar parte de su patrimonio a otro individuo, el artista, con el fin de que éste pueda dedicarse a desarrollar su obra. A priori dicha contribución parece ser de naturaleza desprendida, pese a que a menudo resulta inevitable asociar la obra del artista al nombre y al reconocimiento público de su generoso benefactor. ¿Se recordaría sino, más allá del ámbito de la historia romana, a Cayo Cilnio Mecenas?
Resulta poco probable que, ni su actividad política ni su demasiada afortunada inmersión en las letras como autor, fueran lo suficientemente relevantes como para otorgarle una posición de privilegio en la memoria colectiva. Sin embargo, su ‘desinteresada’ ayuda al talento de Virgilio y Horacio lo ha llevado a ser recordado en todo tipo de libros de historia y enciclopedias. E incluso a integrarse en nuestro vocabulario cotidiano a través de una palabra repleta de admirables connotaciones.
Cuando hablamos de mecenas, a menudo nuestras cabezas generan la imagen de alguien no sólo adinerado y poderoso, sino también cultivado y generoso. Alguien a quien admirar o, por lo menos, a quien envidiar.
Está claro que, históricamente, gran parte de la creación y de la difusión del arte ha sido posible gracias a individuos como éstos. A su vez, también resulta obvio que ése, precisamente, es el motivo por el cual nos acordamos de ellos y reconocemos públicamente su filantrópica labor. Sin su apoyo, probablemente, no existirían algunas de las obras de arte más importantes de todos los tiempos. Pero sin estas mismas obras de arte, indudablemente, no hablaríamos de ellos.
En este sentido, a nadie se le escapa que a menudo los artistas han trabajado (siendo conscientes o no) a mayor gloria de sus benefactores. Ya sea de ellos propiamente dichos o, de un modo más abstracto pero sin duda más poderoso, de sus ideas. De Botticelli y Lorenzo de Médici a Velázquez y Felipe IV, pasando por Jackson Pollock y la CIA, hasta llegar a Damien Hirst y Charles Saatchi; durante siglos se ha ido trazando un fuerte vínculo entre el creador y el poder que lo financia. Una conexión y una influencia desarrolladas en diferentes niveles y formas de retroalimentación. Todo ello sin mencionar la fructífera relación entre el arte y la religión. Y es que la difusión de las ideas de orden espiritual constituye una parte fundamental de lo que hoy consideramos historia del arte.
De todos modos, uno debería ser capaz de apreciar una obra por lo que ésta es, dejando a un lado las ideologías más o menos subrepticias que su autor o su mecenas hayan querido introducir en ella. No es imprescindible creer en la Inmaculada Concepción para saber apreciar la belleza de algunas de sus representaciones. Ni mucho menos comulgar con el nacionalsocialismo alemán para reconocer la relevancia, en la evolución de la narrativa audiovisual, de estas imágenes.
Si reconocemos que muchos artistas necesitan habitualmente de un mecenas para poder desarrollar su obra (o al menos de un mercado, que a efectos prácticos ejerce un rol parecido). Si asumimos que, más allá de su amor por la creación, gran parte de la ayuda ofrecida por estos mecenas se debe a una intencionalidad concreta en la difusión de ciertas ideas y mensajes (ya sea sobre ellos mismos o sobre su modo de entender el mundo). ¿Por qué cuando una mecenas llamado Nike, Audi o Ikea ayuda a promover la obra de un creador, el resultado no suele llamarse arte sino publicidad? Tal vez la contrapartida exigida en este caso sea demasiado evidente y el objetivo final excesivamente obvio a los ojos de todos. Ese ‘desinterés’, por tanto, ya no hay nadie que se lo trague. O puede que, cuando la firma del artista sobre su obra se sustituye por el logo de una marca, el valor de dicha obra pierde puntos, a pasos agigantados, en la bolsa de ‘lo que se supone es arte’. Y es que, hasta la metomentodo Iglesia permitía al díscolo Caravaggio firmar sus propios cuadros, ¿no?
Pero ¿realmente cambia tanto que una obra en lugar de llegarnos firmada exclusivamente por Timothy y Stephen Quay, lo esté además por una marca de ropa que desea promocionar su nueva fragancia? ¿Esta obra se hubiera llegado a concebir o a producir sin el encargo de dicha marca? ¿Tendría la Capilla Sixtina la misma relevancia si Miguel Ángel la hubiera pintado en el techo de su casa? ¿Hubiera dispuesto del suficiente espacio para ello? ¿Se lo hubiera, ni tan siquiera, planteado?
—
Adrià Rosell es creativo en Altraforma y fotógrafo freelance
Relacionado: ¿Cuál es la diferencia entre arte y publicidad?