El viñetismo de Mercrominah es un liarse a escobazos en plena era de exhibicionismo, de sensiblerías, de gente intensita, de buenrrollismos fofos y de peña que te dice holi mientras sueña con apuñalarte con un cuchilli.
La ilustradora Ana Jiménez, a trazos rápidos, casi histéricos («Empecé a hacer el garabato más chungo que he hecho en mi vida y resulta que es el que más gusta», se sorprende), arroja a las redes historietas de humor que son dosis caballunas de mala leche y sarcasmo.
Trabaja sin filtros, pero con un principio muy sólido: ser fiel a su propio haterismo. Jiménez tiene una lista negra y cumple con ella. Basta recorrer sus viñetas para detectar algunas fijaciones: Desigual, los veganos, Cristina Pedroche o Laura Escanes.
El haterismo de Mercrominah no es una expresión de odio clásico, sino una reelaboración distante y lúdica, que, más que atizar el conflicto, lo aligera. Pero muchos no lo comprenden.
En muchas de sus viñetas aparecen comentarios ofendidos acusándola de fomentar cosas que a ella no se le habían pasado por la cabeza. «Con el tema de los veganos siempre hay quien se indigna y me escribe un privado, y es que me sabe mal pero no me voy a leer tus 20 líneas que has escrito defendiendo a los veganos». En una de sus ilustraciones dibuja una clasificación de cagadas: «Cagada vegana. Las espinacas salen listas para comer, again», glosa.
También ha recibido acusaciones de machismo. A veces, con viñetas sobre comportamientos de parejas. Jiménez observa diferentes reacciones dependiendo de qué personaje sea el que suelta la grosería: «Si se la dice una tía a un tío, no pasa nada. Cuando es un tío el que se la dice a una chica, se me tiran 50.000 tías diciéndome que soy una machista». Sin embargo, ella tiene claro su papel y su vocación: «Yo hago bromas, no quiero hacer un discurso».
La serie Mercrominah nació muerta de frío y de aburrimiento. Jiménez trabaja para Candy Crush y tuvo que viajar a las oficinas de Estocolmo durante unos meses. Ella, que lleva siempre las mofas y el sarcasmo listos para disparar, tuvo que enfundar su carácter y su naturaleza. El silencio se le hizo bola como un peñasco de tofu.
«Aquí estás trabajando y te sabes la vida del chico que está a tu lado. En Suecia, la gente venía y se sentaba y no decía hola ni adiós. Es muy complicado vivir allí, y más cuando yo estoy todo el día haciendo el gilipollas básicamente», bromea.
«Allí anochece a las tres y media, la gente no habla, era todo surrealista. Yo vivía sola en un apartahotel. Me pasaban cosas cada día y las ideas quedaban en mi cabeza a montones. Allí no entienden las bromas. Cuando empecé a hacer las viñetas, mucha gente me decía que le gustaban, pero que no las entendían, que las tradujera al inglés, pero si lo traducía no iba a hacer gracia».
—¿Por qué, cómo es el humor de los suecos?
—Es que no lo sé…—ríe.
No se iba a comprender al traducirlo, y no por motivos lingüísticos, sino culturales. El humor navajero de Mercrominha es tan español como burlarte a la cara de las pequeñas desgracias de tus amigos o el alioli.
El detonante fue una cita de Tinder. «Me aburría y quedé. A los 10 minutos me estaba muriendo. Era un tío superaburrido, aguanté hora y media y me fui a casa. Para contarle la historia a una amiga hice un dibujo. El tío iba vestido de una manera muy peculiar, con traje y corbata, y por favor… Lo dibujé y puse flechitas explicativas». Sus amigas, después de partirse la caja, la animaron a componer más historietas como esa.
El proceso de creación respeta una exigencia autoimpuesta: la frescura. «Dibujo en el trabajo, con unos tiempos. Me puse la norma de que sería algo rápido, solo explicar la idea. Tiene que ser algo que no tarde más de 10 minutos. Lo dibujo, le hago una foto con el móvil, lo paso a Photoshop, toco niveles y lo subo. Para explicar bien una idea, tiene que ser muy simplificada. Cuando me voy por las ramas, lo dejo».
Su inspiración bebe en lo cotidiano. En conversaciones o anécdotas en las que detecta perlas cómicas, o abriendo esa caja de pandora llamada Facebook. «Lo abro, miro cómo está la vida social y enseguida se me ocurren cosas».
El éxito de propuestas ácidas como la de Mercrominah solo se explica como una reacción a un fenómeno tóxico que lleva años desatando una epidemia de diabetes colectiva. «El mercado está lleno de cosas como Mr. Wonderful, cosas muy bonitas con letras preciosas diciendo que eres una persona fantástica. Hay un grupo de gente que odiamos ese tipo de frases, y eso nos une».
Es cierto, quienes detestan esa suerte de porno de la felicidad saltimbanqui se reconocen por la calle por el brillo de los ojos, como los enamorados o los despechados.
«Todos odiamos», concluye Jiménez, «lo que ocurre es que es bueno sacar el odio de manera irónica. Yo me meto con los veganos y tengo amigos veganos, no es un odio a muerte, es un me río: me río con ellos. También me río del moderneo y el postureo y ahora voy al Primavera Sound a coger ideas».