«Érase una vez un país que intentaba ser a la medida del hombre, pero el problema era que cada hombre tenía diferentes dimensiones». Igor Mandic
Aunque el comunismo no tiene santos, en Yugoslavia sí existían tres cosas sagradas: la hermandad, la unidad y el camarada Tito. Y a los chicos les decían que solo había una cosa que les haría dejar de ser niños para siempre y los convertiría en hombres: el servicio militar. No podía ser un hombre el que no se hubiese levantado cada día a las cinco de la mañana, el que no había aprendido a hacerse la cama con precisión milimétrica y, por supuesto, el que no sabía disparar con un arma.
En la vida de uno de esos hombres de verdad solo había dos momentos en los que se reunirían en su honor todos los vecinos de su pueblo, amigos y familiares. Un encuentro bajo un toldo desplegado en el patio de su casa, con toneladas de comida, bebida en abundancia y una orquesta tapando con su música el llanto de una madre incapaz de parar de llorar emocionada. Uno, su boda. Dos, el día de su partida a la mili. Las lágrimas de su madre eran muestra de pena (porque el hijo se hacía mayor) y orgullo (porque ya era un hombre de verdad). En la cultura popular balcánica no faltan canciones que relatan este momento.
Pero el tiempo pasa y todo cambia. En la primavera de 1980 desapareció el tercer santo de la federación. Murió Tito. Y con él se esfumó rápidamente una manera de ver el mundo, una percepción del sistema y una forma de entender este país. Los padres dieron su vida en la II Guerra Mundial luchando encarnizadamente contra los nazis y construyeron un país de la nada en los años 50 bajo una ideología colectivista. Lo común era más importante que la persona. Los hijos, en cambio, llegada la década de los 80, tenían otras ideas. Valoraban su individualidad como un tesoro. El sistema les parecía autoritario. Aunque la mili seguía siendo obligatoria para todos, tras la muerte de Tito, era percibida de manera muy distinta según el nivel social, educativo e intelectual de cada persona.
Hace poco una exposición mostró una prueba inequívoca de este cambio de mentalidad en los yugoslavos. El fotógrafo sarajevita Goran Kukic mostró su colección personal de fotografías de la mili en la galería Бартcелона, de David Pujado, en Belgrado. Esta serie de imágenes rompen el molde del modo en que cualquiera podía imaginar cómo sería el servicio militar en una provincia de un país comunista en 1984. Las fotos muestran soldados desnudos haciendo posados artísticos en el interior del cuartel.
Y no es que se lo permitieran. Kukic ha ocultado las fotografías durante tres décadas por miedo a las consecuencias que pudieran sufrir los reclutas que le sirvieron como modelos e incluso él mismo. Pero el miedo le ha durado hasta antes de ayer.
Su mili fue privilegiada, recuerda. Por ser fotógrafo y licenciado universitario solo tuvo que hacer doce meses, a diferencia del resto de los mortales, que se chupaban un servicio militar de dieciocho. Aunque tampoco podían quejarse, porque la mili de sus padres, en los años 50, duraban hasta tres y cuatro años. Él la entendió como «pagar los impuestos», y también fue una oportunidad para conocer su país porque, según explica, aquel cuartel era como una Yugoslavia en miniatura, reunía a gente de todas las nacionalidades y clases sociales.
Le tocó en Pristina, actual capital de Kosovo, entonces una provincia autónoma dentro de Serbia. Su brigada cumplía cuarenta años y le encargaron preparar una exposición fotográfica para celebrar el aniversario. Al realizar una función artística, le situaron junto a los músicos de la banda: «Ahí conocí a los que fueron mis amigos de la mili, que son todos los que salen en las fotos. La mayoría pertenecían a la orquesta del regimiento. Todos tenían montones de horas libres entre los momentos que tenían que salir a tocar para un desfile o algún evento importante, algo que no abundaba en Pristina precisamente. De hecho, la mitad del tiempo estaban tocando solo para nosotros, para divertirnos un poco».
El hecho de que Goran hiciera lo que más le gustaba, trabajar con fotografías, hacía su mili menos dura, pero eso no impidió que la monotonía dominase todo su tiempo y los días se hicieran largos e interminables cumpliendo con la patria. La tónica general era el aburrimiento hasta que se le ocurrió una idea: «Para romper el tedio, pensé que podía sacar una serie de fotos a mis amigos. En una de esas ocasiones en que nos reuníamos para tocar música, empecé a desnudarles uno por uno. Lo gracioso es que no tuve que convencerles. Me puse a dar órdenes, les decía «ponte aquí, quítate la ropa» y obedecían».
«Hicimos sesiones fotográficas durante cuatro o cinco días. Fue en el paso del invierno a la primavera, un periodo en el que no hay calefacción, y en el cuartel hacía un frío de cuidado. Por eso hay una imagen en la que uno de los reclutas sale sentado sobre un corcho con la máquina de escribir, para que no se le helase el culo. Fue un cachondeo sacar las fotos, había confianza entre nosotros y sabían que no iba a abusar de ellos sacando las imágenes a la luz. Si lo hubiese hecho, se habría montado un escándalo de grandes dimensiones».
Si alguien hubiese descubierto los negativos o las fotos, la noticia habría llegado hasta el estado mayor del ejército y les habría caído un mínimo de dieciocho meses de prisión militar. Aunque no se hubiese enterado nadie en Yugoslavia, porque la prensa de un país comunista jamás daría la noticia de que en una institución tan importante del estado ocurrían episodios tan poco serios.
«Pero mi motivación no era burlarme de la mili», precisa. «Tomamos las fotos con la única intención de pasar el rato con algo que nos recordara un poco la vida civil. Uno de mis amigos se prestó al juego con muchas ganas porque le licenciaban al día siguiente. Para él fue fácil quitarse la ropa y posar con sus botas de civil, de las que estaba tan orgulloso, porque en realidad se sentía eufórico de dejar el ejército en pocas horas. Me costó convencerle al principio, pero luego fue el que mejor posó porque sabía que se piraba».
Al final, hizo un álbum con las fotografías y envió uno a cada compañero. Todos estaban encantados, pero han conservado el libro escondido o guardado a buen recaudo: «Si yo hubiese querido burlarme del sistema con esas fotos, las habría publicado en aquel momento. Entonces sí que tenían fuerza. Solo queríamos divertirnos y demostrarnos a nosotros mismos que podíamos realizar cualquier locura que nos propusiéramos».
Pero Goran Kukic ha esperado treinta años para sacar las fotos a la luz. No quería comprometer a sus compañeros, aunque apenas se les reconoce en las imágenes. Hoy uno de ellos es un famoso músico europeo. «Ahora ha pasado el tiempo y nadie puede entenderlo como un insulto a la república. No quiero dar la idea de que estoy presentando esa época con connotaciones negativas».
Puede que el fotógrafo fuera de aquellos que no encajaban en las medidas de este país, pero a través del arte intentó que el propio país estuviese a su medida.
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