El fin del baño nunca es el fin. Siempre hay un tercer tiempo donde la bañera se transforma en un mar convulsionado por corsarios de plástico, en el espacio ideal para expediciones submarinas, en el sitio de pruebas de resistencia abajo del agua. Entre el vapor y la humedad, Bauti pregunta y señala simultáneamente hacia arriba:
– ¿Papá, viste al monstruo de la canoa grande?
Me doy vuelta, giro la cabeza, miro hacia el cielo que se termina en el techo y contesto de compromiso: «Sí, sí. Lo ví»
Bauti adviete que no miré el lugar exacto e insiste imperativo:
– ¡Mirá!
Sigo la línea imaginaria que marca su dedo índice y me encuentro con un mar de manchas negras multiformes de humedad. Es posible que haya que pintar el techo, pienso. La blancura podrá, tal vez, eliminar los contornos de la imaginación.
Hijos del miedo
La maquinaria industrial de la fantasía hace que lo monstruoso se escape de la imaginación y se convierta en pura realidad. En un centro comercial de Rosario es imposible esquivar el Laberinto del Terror. Ingresando por la puerta principal, a mano derecha de la escalera mecánica, está ese recoveco oscuro que fabrica gritos desesperados, chirridos de puertas oxidadas y aullidos ficticios de hombres lobo. Cada vez que llegamos al shopping con Bauti siento su escozor porque me aprieta fuerte fuerte la mano o bien porque directamente me pide upa.
Sus miedos son la puerta para recordar los míos propios. Nací en Colón, una pequeña localidad a 270 kilómetros de Buenos Aires, veinte días después de la muerte de Juan Domingo Perón y un año y medio antes del golpe de estado que desembocó en la dictadura más sangrienta de Argentina. Cuando era un bebé allanaron mi casa, más de cien militares rodearon el edificio una noche de invierno. Yo tenía dos años y estaba upa de mi abuela Rosa. Mientras estábamos de sobremesa se llevaron a mi viejo, que era médico, a su consultorio -estaba a poco más de diez cuadras de casa- para interrogarlo. Durante mi infancia había palabras prohibidas que no se podían pronunciar: democracia, Che Guevara, revolución, montoneros, desaparecidos. Así crecí, así fue mi niñez plagada de temores. Yo soy hijo del miedo. Todos podíamos desaparecer y no había trucos de magia.
Pero ese terror subrepticio no me permitía ponerles rostros a los monstruos. Personas disfrazadas de monstruos. Y el temor era un temor constante que me llevaba a fantasear con una idea fija: un escondite. Entre dos armarios de madera que unen el dormitorio de mis padres con el living había un hueco al que solo se podía acceder a través de una cajonera. No sé por qué ni cuándo se me ocurrió esa idea, pero de niño pensaba que esa podía ser mi guarida secreta.
La mezcla del terror fantástico con el terror real se remixaba. Mi viejo también me llevaba a los parques de diversiones. Y si bien no había laberintos del terror, la estrella del miedo era El tren fantasma. Los que pertenecemos a la generación del 80, el Italparck de Buenos Aires fue un icono. Yo ni siquiera podía pasar por el frente de ese juego que convocaba a adolescentes que desafiaban a sus propios miedos o buscaban un primer beso en la oscuridad de una tiniebla ficticia.
Pero también recuerdo que la primera vez que escuché hablar sobre la democracia tenía siete años. Un parque de diversiones precario se había instalado en el zoológico municipal de Colón. Era de esos parques que tienen más de desamparo que de entretenimiento. En el gesto del cobrador de la montaña rusa, en los bordes oxidados de los juegos y en la humedad de los muñecos se traslucía una cuota de frustración y agobio. Pero la proyección infantil me hacía ver el sitio con fantasía.
Una música desafinada y circense enmarcaba el atardecer. Los últimos rugidos del león se confundían apesadumbrados con la puesta del sol. Hacía frío. Mi viejo tenía una polera bordó y un saco gris. Me llevaba de la mano. Cantaba Garufa y me contaba sobre el Parque Japonés, el que visitaba él en su época de estudiante.
Garufa,
¡pucha que sos divertido!
Garufa,
ya sos un caso perdido;
tu vieja
dice que sos un bandido
porque supo que te vieron
la otra noche
en el Parque Japonés.
Yo miraba cada detalle. Al lugar lo recuerdo gigante, inabarcable. Mi viejo siempre cantaba Garufa.
Había un tipo de barba muy arruinado y canoso. Conversaba con una malabarista de tetas gigantes. Le decía algo al oído mientras con una mano sostenía un vaso de plástico y con la otra le acariciaba los contornos de su jean gastado, el mismo que delataba una panza prominente. Estaban apoyados en un ventanal de cartón donde se tiraban las cartas. La mina tenía el pelo negro azabache, largo, muy largo. Entre los labios rojo-carnosos sobresalía un aro plateado que colgaba de su lengua. La chica no tendría más de treinta y se refregaba el rostro a modo de caricias. Dos pibes la miraban concentrados. El más grande tenía una remera de Newell’s que estaba agujereada y el otro tendría mi edad. Ahí fue cuando sentí una especie de dolor ajeno. Yo estaba con mi viejo y los pibes solos. Imaginé qué pensaban ellos al tiempo que miraban a la tetona.
Mi viejo, Roberto, me llevó a probar puntería. El pulso me temblaba. La vista se nubló. La mirilla zigzagueaba nerviosa. Los patos desfilaban incólumes, firmes, amarillos. «No puedo, papá», dije y bajé la escopeta. Mi viejo me frotó la cabeza:
– ¿Qué te pasa?
– No sé…
Por aquellos días el Papa Juan Pablo II había estado en Argentina como mediador de la guerra de Malvinas. La imagen de miles de personas emocionadas, llorando, pidiendo por el fin del conflicto me habían confundido. No soportaba tener un arma aunque fuera de juguete. Me acuerdo que en mi casa se discutía mucho del tema y yo no entendía por qué contrastaba la bronca de mi papá con la algarabía de la escuela. Creo que en ese momento no pude hablar. Aunque la percepción de mi viejo fue más allá: «No te hagas problema, querido, que dentro de poco la gente va a estar contenta».
Democracia. Una palabra nueva, rara, tan inabarcable como el parque de diversiones. Votar, elegir, decidir. Alegría, dibujos animados, comprensión. Respeto, tranquilidad, juegos. De todo eso me habló mi viejo. Y compró dos paquetes de garrapiñada: uno para mí y otro para los pibes que miraban a la malabarista. Esa noche fui feliz por un rato y cuando llegamos a casa le conté a mi mamá. En la tele ya no decían «vamos ganando». La Plaza de Mayo se empezaba a llenar de gente que no vitoreaba por una guerra sino que repetían esa palabra difícil que había aprendido. Mis ojos de niño proyectaban la democracia con un matiz de fantasía. Con la misma fantasía con la que había entrado al parque de diversiones una tarde de otoño.
Vencer los miedos
Es enero del 2013. Bauti tiene tres años. El niño crece y poco a poco va desafiando sus propios miedos. El martes aprovechamos la lluvia de verano y volvimos al centro comercial. Cuando íbamos subiendo la escalera mecánica me preguntó: «¿Arriba está el Laberinto del Terror?». Sus manos ya no transpiraban y tampoco me pidió que cambiara el recorrido.
– Sí, Bauti. En el primer piso está el Laberinto.
– Bueno papi, no tengas miedo. Son monstruos disfrazados de personas.