El pasado día de San Isidro me quedé en casa. Alejado de praderas, conciertos o borracheras para empijamarme con conciencia y sin pudor. Después de pasar una toallita limpiadora de Mercadona por los grifos del baño y barrer un poco, volví a acostarme junto a mi portátil. Cinco agorafóbicos minutos en Facebook y quise ver una película. Una ligera. Nada de Fassbinder en festivo. (Opinión)
Me decidí por Ocho apellidos vascos. Había sido incapaz de aislarme de la presión mediática orquestada por la todopoderosa Mediaset, y ya sabía que era «la película española más vista en la historia de nuestro país». Buen comienzo. ¿Intento no sonar irónico?
Encontré un enlace decente en el servidor de la nubecita que inserta banners porno –otro día escribiré sobre los titulares de los banners porno–, y me acomodé mejor sobre el colchón. Mis expectativas eran vanas, casi inexistentes; aunque albergaba una tenue luz de esperanza en algún lugar de mi conciencia ¡que sabía! que detrás del guion estaban Borja Cobeaga y Diego San José. Y también que la dirección correspondía a Emilio Martínez-Lázaro, orfebre de otros taquillazos con puntadas classy (todavía me da flojera pensar en Alberto San Juan cantando «que fui palomaaa, por querer ser gavilááán…»). Pero me abandoné por completo a la desazón tras la primera escena.
Podría decir: Ocho apellidos vascos, vaya puta mierda.
Y dejarlo aquí. Lanzar semejante injuria contra todo un equipo de producción y la opinión mayoritaria de mis compatriotas, y salir huyendo. Sería bastante español por mi parte. Disparar a bocajarro y esconder el trabuco. Esta es la profundidad del análisis crítico a la que nos estamos acostumbrando en España. Así lo hace Arias Cañete al decir «si soy yo mismo, me temo». Así lo hace el mejor sustrato para evaluar nuestro devenir sociológico: los trolls que se agolpan en las listas de comentarios del Marca. Todos esgrimiendo argumentos ad hominen cual punzantes verdades superiores. «No me gusta lo que leo, ergo eres gilipollas». «El Tata Martino es gilipollas». «El Cholo Simeone es gilipollas». «Ocho apellidos vascos es una puta mierda».
Rápido, sucio y sencillo.
Somos un país de críticos trapero apuñaladores.
¿No?
De acuerdo, me quedaré porque la argumentación se encuentra en el mismo meridiano que el descrédito. El problema de Ocho apellidos vascos es su rapidez, sencillez y suciedad. Estos calificativos, si los aplicamos al sexo, resultan la mar de divertidos; si los aplicamos al cine, estamos insultando a la capacidad de lectura del espectador.
Voy a resumirlo y así no me lío:
RÁPIDA: Con el esquema de la comedia clásica de enredos románticos: A) Chico se enamora de chica. B) Chico tiene que sufrir para conseguir a la chica. C) Chico se cansa de sufrir y chica se enamora de él. Y son felices y comen pescaíto frito.
SUCIA: El humor de la película radica en la explotación de tópicos territoriales. Chistes de andaluses vs Chistes de euskaldunes. Y ya. Chistes abordados desde una perspectiva particularmente centrista y sorprendente en el caso de Cobeaga, que parece enterrar los mejores gags de Vaya Semanita para contentar al público de la meseta central.
SENCILLA: Podrían haber alargado la trama hasta los 180 minutos y dividirlos en píldoras de 20 llamadas episodios. Exigido a Dani Rovira que rodase con un fardahuevos para cerrar el metraje con el plano secuencia de un triple tirabuzón (el malagueño entrando con limpieza en el agua mientras Los del Río cantan junto a la piscina). O dado un giro de guion para que Carmen Machi interpretase a Aída viviendo en Zarautz, y esta que despertase en Esperanza Sur después de que todo fuese un sueño…. El resultado sería idéntico: comedia de Telecinco con realización de Telecinco y recursos narrativos de Telecinco.
Lo único reseñable es la interpretación de Karra Elejalde –genial desde los tiempos de Ismael en La madre muerta–. Él logró arrancarme alguna carcajada culpable en el papel de Koldo, pero carcajada Vasile y al cabo.
El resto consiguió enfadarme con el mundo en general y con el público español en particular. Así que me puse a cocinar. Cada vez encuentro antes la paz en el fondo de un puchero. Por ejemplo, hay algo muy espiritual en la preparación de un buen plato de pasta. En la liturgia de la cocción. Algo indefiniblemente alegre en ese bullir del agua y crujir de los spaguetti crudos. Hace dos años, cuando vivía en Barcelona y P. vino de visita, me enseñó un truco que a su vez había aprendido de un compañero de piso alemán: agarrar un buen montón de spaguetti, retorcerlos y soltarlos sobre la olla para que se cuezan en abanico. Es una auténtica chorrada. Dudo mucho que se cuezan mejor. No obstante, es superestético y cada vez que lo hago me siento ganador honorífico de Master Chef, por eso lo comparto.
Volviendo a la homeopatía de la boloñesa, nada más terminar todo el proceso de preparación y engullición me sentí mejor. Como si hubiese comido un montón de Shakiras y estuviesen bailando en mi colon. Regresé a la cama para facilitar su danza y busqué otra película. Entonces tuve Una Idea Brillante. ¡Lo imposible! No que fuese imposible que tuviese una idea brillante; si no que podía hacer «Ciclo del taquillazo español en San Isidro» y ver la de Bayona.
Lo imposible parecía verla tras varios minutos de búsqueda infructuosa. ¿Juan Antonio Bayona había logrado capar todas las descargas ilegales de su largometraje? ¿Cómo? ¿Era tan poderoso el Banc Sabadell? No, no. Solo mi torpeza sumada a la digestión. Dejé que cargase un poco la barra y volví a ahuecar la almohada. Qué fino suena esto. Ahuecar la almohada. Teniendo en cuenta que tengo una puñetera almohada de látex y no un cojín de plumas. Pero así lo hice, y le di al play y dejé que la angustia me corroyera durante más de hora y media.
Podría decir: Lo imposible, otra puta mierda.
Y además una paradoja. El mejor estreno español hasta la llegada de Ocho apellidos vascos es diametralmente opuesta a su sucesora. Y en todos los sentidos del lenguaje cinematográfico. Lo imposible es hollywoodiense hasta la médula de plástico: 107 minutos bien rodados de Naomi Watts sufriendo. Y ya. Tiene el valor de lograr zambullirte con Ewan McGregor en el agua sucia, pero no deja de ser cine catártico para amas de casa. Cine para señoras que lloran en la sala y se alegran enormemente cuando la mamá recupera a todos sus niños. Cine para «mira qué mal lo pasó esta familia que podríamos ser nosotros en nuestras últimas vacaciones en Torrevieja». Cine que apela a la emotividad humana más lineal: la de ver sufrir a un congénere en pantalla.
Bah, abandono el alegato al recordar que 12 Years a Slave se llevó el último Óscar.
Y finalizo también el resto de la película con mi propio salto de trampolín. ¿Estos son los dos estrenos más taquilleros de nuestra historia? Porque no nos representan. Pagar de forma masiva por ver Ocho apellidos vascos o Lo imposible, sería decir que adoramos los vodeviles con acento del norte y las tragedias familiares con buena fotografía. Sería admitir que somos una nación sin espíritu crítico. Un rebaño de ovejas con palomitas, zarandeada de una sala a otra por pastores en traje y corbata que se están cargando la auténtica industria cultural a costa de vendernos bodrios. Sería admitir que somos una sociedad profundamente incoherente (en la que otorgamos la mayoría absoluta a los Populares y luego ni Dios admite en público haberles votado; en la que clamamos al euro por la depresión económica y alabamos al Atlético por haberle ganado la Liga al Barça en condiciones de «pobreza»; en la que ajusticiamos dos títulos de cine y por el medio hablamos harina mezclada con agua).
¿Y qué sería lo siguiente?
¿Torrente 5: Operación Eurovegas?
Volveremos a hablar cuando desbanque a Ocho apellidos vascos durante su primera semana en taquilla.
Hasta entonces, a cocer pasta. A veces también espolvoreo algo de orégano y ajo en el agua. Cuando la escurro le echo un chorritín de aceite de oliva. Y ya.