Andaban las cinco estrellas por los hoteles, por la espuma cervecera y, desde hace poco, hasta por la extravagante política italiana. Estaban en el mundo del lujo y la categoría: «Vamos a un hotel de cinco estrellas. ¡Oh!».
De ahí no salían. Hasta que un día llegaron las apps y las tiendas de apps. Ahí todo se ordena por rankings y los rankings elevan o desprecian dando y quitando estrellas.
Cinco: lo más.
Cero: la peste.
Los gamers, al verlas en las clasificaciones de juegos, cazaron rápido el concepto y lo empotraron en la conversación: «Ese tío ha hecho un boquete cinco estrellas» («excelente»).
Es un modo de hablar que refleja un modo de jugar. Es un lenguaje gráfico, rápido y sonoro, en el que se oye gacha, gank, karkinos, bug, chiptune, noob, kaizo, zerg.
Los gamers pillan voces al vuelo, ¡dash! Les da igual el idioma; menos aún, las normas de una academia. Lo único que importa es la utilidad.
Si una palabra les sirve como es, la hacen suya. Eso ocurre con gamer: así se llaman a sí mismos los que juegan a videojuegos y no les interesa el debate fronterizo de si el término es inglés o pentecostés.
Si una voz no les encaja, le aplican la ley cinco estrellas de la jerga del videojuego: le ponen otra skin («vestimenta», «apariencia») y la hacen espanglish. Ocurre con farmear (de farm: «recolectar»), raidear (de raid: «asaltar» y «saquear») o rushear (de rush: «atacar muy rápido o por sorpresa»).
Aunque la cosa no queda aquí. En el gaming hay más varas de medir: a los videojuegos de gran presupuesto los llaman «triple A» o «AAA». ¿A qué esperamos para llevarnos esta calificación a la calle y que los verduleros del mercado distingan en los carteles entre el «tomate de pera» y el «Tomate triple A»?