Cómo odio la calle Huertas de Madrid. Acabo de salir de trabajar, estoy agotado y no puedo dar dos pasos seguidos sin que me asalte un puto relaciones públicas. «Hola amigo, dos caipiriñas y dos chupitos por cinco euros». Los hay más originales en su presentación, más agresivos, más guapos y más feos, pero el resultado es igualmente irritante. Estás dando un paseo de vuelta a casa, solo o acompañado, con pretensiones o sin ellas de tomarte una copa, y tienes que interrumpir el hilo de tus pensamientos o una conversación para repartir sucesivos y rotundos «noes». No, no, no. Hostia, no. No quiero nada. Gracias.
¿Quién ideo esta estrategia comercial? ¿A quién va dirigida? Los malos relaciones públicas de Huertas –los malos relaciones públicas del mundo entero– son como banners humanos que te asaltan y te ponen difícil pincharles en la X. Entiendo que los guiris borrachos de Madrid encuentran un guía en estos dientes con piernas y descuentos para chupitos. Los guiris hallan un dios de su liturgia nocturna. Un profeta al que seguir en la espirituosa y espiritual senda de los chupitos. Y yo soy una oveja negra en el rebaño. Un daño colateral. Uno de tantos no-guiris por Huertas que después de quince sonrisas, terminará metiéndose una capiriña en el cuerpo a golpe de martes.
Esta maniobra de desgaste, tan comúnmente utilizada por algunos y agresivos planificadores de medios, es un error. Si quiero leer una noticia que me interesa en el periódico y antes tengo que cerrar tu gráfica; si quiero ver cuánto ha subido la factura de la luz este mes y primero tengo que tirar tu catálogo; si quiero esperar siete minutos a que comience de nuevo mi serie favorita, y previamente he de cambiar de canal porque en medio del bloque está tu machacona promo, terminaré sabiendo que ofreces los mejores descuentos, condiciones de financiación y televisores, pero no compraré jamás en tu tienda. Porque me caes mal. Me interrumpes continuamente, joder. Te interpones en mi vida como un mal relaciones públicas, obligándome a apartarte para continuar mi camino.
Ojalá los directores de marketing se tatuasen esta ley del Manual del Follador Nivel Básico: El público objetivo somos una chica guapa: tienes cinco segundos. Pero este lapso no lo prefija el coste de espacio en prime time, sino el tiempo de nuestra existencia que nos estás haciendo perder o ganar. También podrías centrarte en mejorar tu producto para que vaya a ti yo solito. Darme la espalda para que me pregunte por qué lo haces y vaya a ti yo solito. O hacer cosas que me empalmen para que vaya a ti yo solito.
Imagino un espacio para pensar sin cartela de cierre con logo.
Imagino publicidad que se salta todas las leyes del capitalismo y ofrece únicamente brand content socialmente responsable.
Imagino un bar de Huertas sin relaciones públicas. Un bar atestado de parroquianos que han entrado allí guiados por su sed, curiosidad o lo buena que está la camarera.
Y me asaltan otras dos preguntas. ¿Y si la honestidad fuese el futuro de la comunicación publicitaria? ¿Y si lo que más vende es no vender nada?
Espera. Que estoy pensando este artículo en el 2014. Que llego tarde para cambiar el mundo. Que Martin Luther King es Martin Luther Thinking Different. Que el Che Guevara es una chapa en la americana de un director creativo. Que hace años que las marcas juegan en la liga de la sinceridad. Que no puedo ser idealista. Aunque, quizá, haya algo en eso de la marca útil. Eso que empieza a sonar de satisfacer nuestras necesidades más allá de la funcionalidad del produc…
–Hola amigo, ¡dos caipiriñas y dos chupitos por cinco euros!
«Mierda. Ya no sé por dónde iba».
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