«El País existe para contribuir a la democracia y el progreso», rezaba el titular de una noticia en el diario de Prisa hace unos días. Eran las palabras de Antonio Caño, su director, ante un foro especializado en comunicación.
El diario más importante del Estado está a punto de cumplir 40 años de vida y en muchos momentos ha intentado (y a veces conseguido) contribuir a esa democracia y progreso. El ejemplo más claro fue tras el golpe de Estado del 23F, con aquella mítica portada en la que renunciaron a informar de lo que pasaba para publicar su posición política: respaldo a la incipiente democracia y rechazo a la idea de una posible vuelta al régimen militar.
Aquella portada es parte de la historia del periodismo español. Se recuerda como un gesto valiente que sirvió para tranquilizar a gran parte de la población que temió volver al pasado apenas habiendo empezado a escribir la historia después de Franco. Sin embargo aquella portada no era periodismo: era opinión política.
Contradiciendo las palabras de Caño, en realidad El País existe para informar de lo que sucede y darle contexto y explicación para que se entienda. El País y cualquier otro medio. Sin embargo nos hemos acostumbrado, porque así ha sido en la historia del periodismo, a que los medios de comunicación participen activamente de la política. No es excepcional, ni siquiera raro: es, sencillamente, lo que hacen.
Editoriales y columnas
Hay una parte de esa participación que responde a hechos históricos, como el ejemplo del 23F. Hay otros extraordinarios, esas ocasiones especiales en las que las portadas de los periódicos sacan a relucir el editorial del medio, dándole una excepcionalidad tal a la opinión de la empresa que merece, a su juicio, estar en portada. Hay otra parte, sin embargo, más cotidiana e inevitable: cuando el medio opina a través de la selección de la realidad que hace (eligiendo unas noticias, obviando otras; destacando unas cosas, minimizando otras), o a través de cómo cuenta lo que sucede.
Dentro de esa opinión cotidiana hay algunas figuras casi anacrónicas que perviven: los editoriales y las columnas de opinión. Lo primero tiene mucho de inverosimil porque se trata de un artículo de opinión regularmente sin firma que dice representar lo que el medio opina. Sin embargo si uno pasea por la redacción de cualquier medio rara vez el personal del medio comparte esa visión ¿De quién es entonces? Y, sobre todo, ¿de verdad es tan importante? Es bastante ilustrativo el hecho de que la gran mayoría de los nuevos medios carezcan de este tipo de artículos. Por algo será.
Lo segundo, las columnas, es algo inherente al ser humano: todos tenemos opinión y -he aquí lo peligroso- nos gusta compartirla. Su existencia se basa en un apriorismo de difícil demostración: hay muchos lectores a quienes les gusta encontrar una orientación, un punto de vista, un refuerzo para sus opiniones… cuando no directamente que les digan lo que pensar. Hay columnas, claro, de enorme calidad literaria. Algunas casi costumbristas, que no dicen qué pensar o decir sino que sencillamente muestran las impresiones subjetivas del autor sobre algo. En España hay muchos ejemplos de grandes columnistas (en uno u otro formato), a quienes siempre es un lujo leer, como Manuel Jabois o Lucía Méndez, por citar dos.
La participación activa
Mucho menos inocuo resulta cuando un medio o su director se meten a hacer política. Hubo un momento en el que parecía que ‘buen director’ era sinónimo de intentar poner o quitar gobiernos. El perverso razonamiento era que si un director de medio era capaz de poner en aprietos a los poderosos debía hacerlo, como asumiendo el rol de justiciero, haciendo a golpe de titular lo que los ciudadanos no sabían hacer a base de votos.
En EEUU existe la tradición de que los periódicos pidan el voto para un candidato. Y allí, claro, los periódicos también tienen ideología. Es curioso, por ejemplo, ver el caso del todopoderoso The New York Times, que en los últimos cien años sólo ha pedido el voto para un candidato republicano en cuatro ocasiones. Siendo, como son, prodemócratas… qué malos debían ser los otros candidatos.
Ese nivel de implicación no es, sin embargo, algo digno de vergüenza, sino una costumbre que esgrimen orgullosos. Y en costumbres así se basan algunos para defender como algo sano y bueno que un director de medio airee sus preferencias políticas. Todos las tenemos, a fin de cuentas, así que… ¿por qué no enseñarlas en lugar de esconderlas? A fin de cuentas, es más honesto que los lectores sepan de qué pie cojeas, aunque a veces sea fácil sobreentenderlo.
A ese respecto, basta ver la portada, leer los artículos o escudriñar los editoriales de algunos medios respecto a los distintos partidos para sobreentender. Pero otros como Pedro J. Ramírez, exdirector de El Mundo y ahora al frente de El Español, prefirieron pensar que era mejor despejar las dudas: por eso se sentó en primera fila en la puesta de largo de Ciudadanos en Madrid. Así, no extraña que aparecieran banners del partido en su diario digital antes de las elecciones catalanas.
Esto, claro, no sólo pasa con El Español. No es raro ver publicidad de partidos políticos en medios de comunicación cuando se acercan las elecciones (en breve, de hecho, la veremos aparecer). La cuestión es si esto compromete, condiciona o, al menos, adultera la objetividad de lo que se ofrece. Por poner otro ejemplo, el diario Ara llevaba también publicidad antes de las catalanas, en este caso, de Junts pel Sí.
La más nueva de todas estas tendencias de opinión en los medios es la figura del periodista militante. Ese que esgrime una causa concreta, normalmente muy noble, como centro de toda su actividad. Hay periodistas que empeñaron su nombre en la defensa (o la crítica) al 15M. Otros, defendiendo o criticando el nacionalismo (central o periférico). Otros con el feminismo, el animalismo o los Derechos Humanos. ¿Se puede pretender ser un periodista objetivo mientras se defiende una postura política, por noble que sea? O, al contrario, ¿se puede intentar informar, contextualizar y explicar lo que pasa en el mundo sin tomar una postura al respecto?
Columnas de opinión, editoriales, vocaciones de poner o quitar gobiernos, declaraciones de intenciones situando el objetivo del medio en la defensa de la democracia, peticiones más o menos veladas de voto, presencia en actos políticos, titulares interesados, campañas de publicidad… Nos hemos acostumbrado a concebir la labor de los medios como algo inseparable de la influencia política. La cuestión es si debe ser así. Si todas estas muestras más o menos directa de opinión política tienen sentido. Y si, de verdad, el objetivo de un medio puede ser contribuir a algún fin político o si debe ser, simple y llanamente, informar.
¿Deben los periodistas y los medios dar su opinión política?
