El poder creativo de los caprichosos

12 de noviembre de 2018
12 de noviembre de 2018
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En una de las calles del Rastro de Madrid hay una pintada que define los caprichos de la siguiente forma:

«Caprichos: obras de arte en que el ingenio o la fantasía rompen la observancia de las reglas».

Es una definición extravagante, pero que en realidad no se aleja demasiado de la que podemos encontrar en el WordReference («Obra de arte que se sale de la norma con ingenio, gracia y buen gusto»).

Pero ¿en qué quedamos? ¿El capricho no es una frivolidad inconsistente fruto de un delirio pasajero? ¿Un arrebato transgresor que atenta contra el sentido común y el dictado de lo permanente?

Pues sí, el capricho es todo eso. Pero también es lo que apuntan la pintada del Rastro y el WordReference. Es decir, una obra de arte nacida del ingenio, la fantasía y la gracia.

Nos hemos instalado en un mundo donde el capricho está mal visto. Ahora todo debe de ser conveniente, previsible, adusto y arduo. Ya no hay lugar para lo frívolo y espontáneo. Lo lábil, lo lúdico, lo superfluo, son tan solo pruebas de que no nos tomamos la vida en serio.

La culpa de tan mala imagen la tiene, en gran parte, esa mezcla explosiva entre el discurso político (en el que prima la gravedad y el enconamiento), la desazón de cierta prensa tradicional, desnortada ante la irrupción de las redes sociales, y las propias redes, que imitan, acrecentándolo, el tono de permanente agravio que los políticos exteriorizan.

Porque para todos ellos, una persona caprichosa es alguien imprevisible, dado que basa su comportamiento en «el ingenio, la fantasía, la gracia y el buen gusto». Alguien que «se sale de la norma» para transformar la existencia en «una obra de arte».

Visto así, el capricho tiene algo de subversivo. Un ejercicio de desmontaje de la solidez que algunos fingen poseer para darse importancia o justificar su poder.

Goya lo expuso con sus famosos Caprichos. Ochenta grabados en los que mostró, de forma aparentemente inconexa y antojadiza, una sátira sobre los vicios y desmanes de la aristocracia y el clero de la época. Y si lo planteó amparado en el capricho fue, tan solo, para evitar que la Inquisición se cebara con él. Cosa que el pintor consiguió, pues al no encontrar en tales grabados un relato coherente al que poder aferrarse, les resultó imposible condenarle.

Esa es la fuerza del caprichoso, en lo vital y en lo intelectual. En lo vital, porque su carácter le impide adherirse en demasía a una pasión, a una idea o a una certidumbre.  Y en lo intelectual, porque ese desapego es una forma de lucidez que le sitúa por encima de cualquier dogma o fundamento que merme su perspectiva de las cosas. (Schopenhauer escribió, con el evidente ánimo de provocar, que no se puede morir por una ideología, porque siempre hay una ideología mejor).

Los fanatismos, por su propia esencia, precisan de la sedimentación que confiere el paso de los años. Por eso les resulta tan difícil captar a un caprichoso. Porque no consiguen retenerle lo suficiente como para que su parsimonioso adoctrinamiento surja el efecto deseado. Y por eso, también, cualquier poder establecido que persiga mantener el statu quo imperante tenderá a denostar el capricho como algo propio de personas inconsistentes y de poca monta.

Pero el capricho es, como demostró Goya, una puerta de escape. Y en su caso, una «obra de arte» de la que se han alimentado movimientos como el romanticismo francés el expresionismo alemán, el surrealismo o el dadaísmo. Una constante influencia nacida de la paradoja de que, en ocasiones, lo universalmente denostado por efímero y perecedero es, precisamente, lo que más perdura en el tiempo.

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