Amigos que se orinan unos a otros: el hilarante día a día de las comisarías pequeñas

27 de abril de 2018
27 de abril de 2018
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Es un argumento recurrente en series y películas: en un pueblo o pequeña ciudad de esos en los que nunca pasa nada, de pronto un asesinato lo pone todo patas arriba. La reacción de los policías locales que llegan a la escena del crimen suele ser bastante reveladora: algunos están a la altura y consiguen mantener el tipo; otros, como ejemplifica de forma perfecta Andy Brennan en Twin Peaks al no poder evitar llorar tras descubrir el cuerpo de Laura Palmer, dejan claro que no están acostumbrados a enfrentarse a situaciones de ese calibre.

Pero ¿a qué están acostumbrados?, ¿a qué se dedican las Fuerzas del Orden en lugares cuasi idílicos en los que la palabra crimen casi ni existe?, ¿pasan sus días en comisaría o paseando sin mucho que hacer? No. Los ciudadanos necesitan a la policía y piden su intervención de forma diaria. Y la policía tiene la obligación de registrar todas esas llamadas y actuaciones que realizan.

En algunos lugares de Estados Unidos ese registro, llamado police blotter, se publica en los periódicos locales. Y al leerlo es fácil entender la reacción de todos esos policías de ficción que no saben qué hacer cuando de pronto se enfrentan a un asesinato.

«Una llamada alertó a las 7:14 pm de que había alguien en un porche de Baker Street gritando “help!” [‘¡ayuda!’]. Los agentes respondieron y descubrieron que la persona estaba llamando a un gato llamado Help». Ejemplos como este no son inusuales: ciudadanos preocupados que llaman a la policía cuando creen que alguien necesita ayuda o ven alguna situación sospechosa. Los agentes, siempre diligentes, estudian la situación, aunque parezca ridícula ya en su planteamiento.

Desde ciudadanos asustados que llaman porque han visto una luz grande en el cielo (que resultó ser la luna) hasta un aviso de que había aparecido un recién nacido en un contenedor de basura en un Walmart (pero al final era solo un burrito), pasando por personas que acuden a comisaría para informarse sobre cómo «matar a alguien de forma legal», ningún incidente es lo suficientemente pequeño o poco importante.

Muchas veces, la actividad policial implica mediar entre dos ciudadanos enfadados (como la señora de Big Fork, Montana, y su hijo de 13 años que no se quería abrigar) o animar a alguien a meterse en la cama, pero sin llegar a dar de comer al gato al salir. Hay que poner el límite en algún sitio.

Borrachos, animales y ciudadanos preocupados

Muchos de los incidentes que aparecen en las páginas de estos boletines policiales tienen como protagonistas a personas bajo la influencia del alcohol u otras sustancias. A veces son ellos mismos los que llaman, como la señora de Oregón que había fumado marihuana y sentía que se iba a morir y a la que los agentes recomendaron reposo; o los clientes de un hotel que no recordaban cuál era su habitación.

Otras, ellos solos llaman la atención, como los tres amigos que se estaban orinando unos encima de otros y sobre un coche porque los habían echado del bar en el que estaban antes de poder usar el baño. O la mujer que, en un control de alcoholemia, dijo que no iba a recitar el abecedario porque hacía años que no lo hacía y no lo recordaba.

Los animales son otros de los protagonistas habituales. Quejas sobre ardillas beligerantes que te impiden usar el muelle en el que tienes tu barco atracado (el denunciante dijo que sabía que no se podía hacer nada, pero quería que los policías supiesen el tipo de ardillas que había sueltas en la comunidad) o sobre águilas que se están peleando por una gaviota muerta que huele mal, a las que los agentes «persuadieron para que se llevasen su brunch a otra parte».

El éxito de los police blotters –son de las secciones más leídas– se debe en parte al lenguaje en el que están escritos: son textos breves y casi telegráficos, impersonales y burocráticos, que en una o dos frases cuentan una historia, muchas veces con tintes tragicómicos. Son pequeños haikus sobre la existencia humana basados con frecuencia en el simple absurdo.

Los finales están casi siempre abiertos, casos sin resolver, porque muchas veces los policías llegan tarde. Como cuando los pollos que ves corriendo en el patio de enfrente ya no están o cuando tu vecino ya ha bajado la música. A veces sí hay final y es feliz: el coche que iba parando en todas las casas resultó ser el del cartero y no el de un espía; o el señor raro con capucha que merodea por tu vecindario es Bob Dylan buscando la casa en la que Bruce Springsteen escribió Born to run. Cosas de ciudades pequeñas.

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