El político que estuvo hablando durante 24 horas sin descanso

12 de junio de 2017
12 de junio de 2017
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Fidel Castro, en Cuba, lanzó en 1986 un discurso de siete horas y 10 minutos en el Congreso del Partido Comunista. Hugo Chávez empleó siete horas en 2007 en su discurso anual del Estado de la nación de Venezuela.

Son pocos los que aguantan tales peroratas sin echar un cabezadita o, al menos, bostezar disimuladamente. Sin embargo, estos discursos se quedan cortos si los comparamos con algunos proferidos por el reverendo Donald Thomas, de Estados Unidos, que en 1988 impartió una charla sobre nutrición para atletas vegetarianos (32 horas, 25 minutos), y en 1978, una tesis sobre la filosofía de la nutrición divina (93 horas). El récord, con todo, lo tiene Lluís Colet, en Francia, que en 2009 descargaría sin rubor una charla sobre Salvador Dalí y la cultura catalana, entre otros temas, empleando para ello 124 horas.

El obstructor de leyes

En términos generales, es en el ámbito de las intervenciones políticas donde encontramos las charlas más extensas y soporíferas. Unos monólogos que, además, deben producirse sin ninguna pausa para evitar perder el turno de palabra. Como si hubieran entrado en trance.

Quienes, como el que suscribe, sean fans de la serie El ala oeste de la Casa Blanca, les sonará esta estrategia político llamado filibustering u obstrucción parlamentaria, una ley en virtud de la cual un político puede detentar la palabra todo el tiempo que quiera siempre y cuando no se detenga a descansar.

Eso ha provocado que algunos forzaran la maquinaria para obtener el apoyo necesario por el simple hartazgo del resto, hasta el punto de que uno de ellos estuvo hablando 24 horas. Para conseguirlo, tuvo que entrenarse al estilo Rocky y emplear trucos para beber y comer durante la perorata y no caer desfallecido. Su nombre era Strom Thurmond.

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Racista y pesado

El senador demócrata Thurmond era un racista recalcitrante, y en la década de 1950 no estaba dispuesto a que los negros dejara de sufrir segregación en escuelas, restaurantes, cines y transporte público.

Como sabía que estaba creándose un caldo de cultivo donde sus convicciones, aunque firmes, tenían las de perder, decidió no tanto convencer como vencer. Para ello, se puso en pie en el Capitolio a las 20:54 horas del 28 de agosto de 1957, y empezó a hablar. Y a hablar. Y a hablar.

Pasada la media noche, Thurmond continuaba hablando. La mayoría de los asistentes ya se habían rendido, regresando a sus hogares. Sin embargo, algunos curiosos se quedaron hasta el final. Afortunadamente, se trasladaron camas plegables para quienes quisieran dormir un rato.

Thurmond tenía entonces 54 años, en apariencia ya una edad provecta para tales esfuerzos, pero no debíamos llevarnos a engaño: si ímpetu y energía era tal que se acabaría convirtiendo incluso en el único político estadounidense de toda su historia que se sentaría en el Senado a la edad de 100 años.

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Lo que trataba de obstruir Thurmond era un proyecto de ley, concretamente un enmienda en la que no se ponían de acuerdo que se refería al derecho a ser juzgado por uno jurado si eras negro. Nadie fue capaz de imaginar hasta qué punto Thurmond iba a permanecer en la cámara soltando su discurso vacío con el único propósito de que los demás se rindieran. No en vano, se había entrenado y preparado casi como si fuera a la guerra, tal y como explica Simon Gardfield en su libro Cronometrados:

Ese mismo día se metió en la sauna del gimnasio del Senado para deshidratarse, creyendo que, cuantos menos fluidos tuviera en el cuerpo, más lenta sería su absorción de agua y más tiempo podría resistir sin abandonar el estrado para ir al baño. Se llenó la chaqueta de víveres de emergencia: en un bolsillo, pastillas de leche malteada; en el otro, caramelos para la garganta.

Pero ¿qué se puede decir en tanto tiempo? Si bien Thurmond empezó su intervención aduciendo que aquel proyecto de ley no debería aprobarse por tres razones, el resto del tiempo no hizo otra cosa que explicar cosas que nada tenían que ver. Por ejemplo, acabó leyendo la Declaración de Independencia, el discurso de despedida de George Washington y la Carta de los Derechos inglesa (para todo esto empleó cuatro horas).

Thurmond no podía ir al baño —teóricamente— pero aprovechó una pausa en la que Barry Goldwater solicitó un detalle en el acta del Congreso, para ir rápidamente a vaciar su vejiga.

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Poco a poco, fue pasando la noche. Thurmond apenas hablaba en un monótono susurro, pero nunca se sentó (sentarse te hacía perder el turno) ni apoyó su espalda en ningún sitio. Tampoco quitó ningún pie del interior de la cámara (solo lo hizo una vez para ir a comerse un sándwich al vestidor), pero Richard Nixon ni siquiera se dio cuenta porque estaba consultando unos papeles, y tampoco prestaba atención a lo que decía Thurmond.

Thurmond terminó su intervención transcurridas 24 horas y 18 minutos. Su intención había sido anular o retrasar un proyecto de ley en lo que se conoce como una de las maniobras políticas más indecentes de Estados Unidos. Sin embargo, todos sus esfuerzos fueron el balde: al día siguiente, el Senado aprobaría el proyecto de ley por 60 votos contra 15.

Actualmente, tanto en Reino Unido como en Estados Unidos las leyes se han tornado más estrictas en lo referente a los discursos interminables: por ejemplo, ya no se puede divagar exageradamente, ni leer listas interminables de cosas, o recetas gastronómicas, ni nada que no tenga que ver con el tema objeto de glosa. Todos salimos ganando. Y para los que continúen añorando esta clase de discursos, el senador de Minnesota apellidado Stackhouse leía en su ejercicio de filibustering la lista de ingredientes de una serie de postres y platos de mariscos: El ala oeste de la Casa Blanca, segunda temporada, capítulo décimo.

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