¿Por qué iba un tipo a clavarse los huevos al suelo?

14 de noviembre de 2013
14 de noviembre de 2013
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Me dice un amigo, así por charlar, que un ruso en la Plaza Roja de Moscú se ha clavado los huevos al suelo este domingo para protestar contra la “indiferencia política” de la sociedad. De primeras mi reacción fue pinchar una patata frita del plato y mirar la hora. No sabía yo que aquella primicia iba a tejer tela en mi subconsciente.

“De qué escribo…”, pienso más tarde sentado en el sofá mientras me desespero rastreando. Entonces unas palabras rebrotan en mi cabeza y me pregunto: “¿por qué coño un ruso se ha clavado los huevos al suelo en la Plaza Roja?” Miro al infinito. Tal pensamiento me lleva, por un lado, a agarrarme las costuras en una involuntaria comprobación de que todo va bien, y por otro, a una incógnita: ¿cuánto ha cambiado nuestro modo de reivindicar las cosas?

Yo no sé si nos estamos pasando. Y no se me tome por un revientaprotestas que aquí uno ha corrido como el que más y se ha llevado más de un porrazo y algún pelotazo de goma. Lo que digo es que de unos siglos para acá, en lo que a protestas se refiere, no ganamos para disgustos.

Que la culpa no es nuestra, que la culpa es de la sofisticación armamentística de nuestros cuerpos de seguridad y de todos esos derechos revolucionarios  que perdimos el día en que nos convertimos en estados consolidados.  Pero que pienso que antes se ahorcaba a un Luis XVI a nada que viniesen cuatro más bestias que los mosqueteros y se arreglaban las cosas en una mañana.

El ruso que se ha perforado el escroto a escasos metros del mausoleo de Lenin se llama Piotr Pavlenski. Es un artista que, harto de la clase política de su país, ha decidido llamar la atención de sociedad y autoridades taladrándose las bolas en público. Y de algún modo -al menos mediáticamente- ha surtido efecto. ¿Está empezando a depender el éxito de las protestas de su efecto main-stream?

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Solo con poner ‘ruso testículos’ en Google contabilizo cerca de un centenar de entradas que hablan del protestatario. Lo que se traduce en cientos de miles de visitas. Lo que quiere decir centenares de comentaristas interesados. De pronto, por algo así, muchos de esos que ni siquiera leen los periódicos ahora saben que hay gente en Rusia que está muy disgustada con su clase política.

Parece que nos estamos acostumbrando a que las campañas sociales empiecen por un sacrificio humano o, más bien, parece que nos hemos insensibilizado a los problemas a no ser que los que reivindican sus soluciones se arriesguen a llamar la atención del modo más macabro.

Escribo ‘protestas extremas’ en el buscador. De una página a otra me voy encontrando con ejemplos similares al de Pavlenski que me certifican que desde hace unas décadas a  esta parte, de entre las protestas que más acaban calando, abundan las que impactan a la masa por su autoflagelamiento.

Casi pioneros en esto de las quejas radicales virales están los monjes budistas (en japonés bōzu, bonzo en castellano). Y eso que no existía ni el YouTube cuando se pusieron a ello. Thich Quang Duc, monje budista vietnamita, se suicidó quemándose vivo y sin rechistar en una zona muy concurrida de Saigón el 11 de junio de 1963 y su hazaña creó una ola de suicidios idénticos entre hermanos de fe a principios de los 60.

Protestaban contra el régimen tiránico de Vietnam del Sur. La expresión quemarse a lo bonzo adquirió estatus de nombre propio, y solo con echar un vistazo a Wikipedia se contabilizan cuatro decenas de aficionados imitadores al estilo cuya causa tuvo un fuerte impacto social o periodístico.

Entre ellos están algunos de esos que firmaron en los libros de historia. Mohamed Bouazizi, por ejemplo, fue el vendedor ambulante tunecino que tras autoincendiarse en protesta por el trato que recibía del organismo local hizo estallar la revolución tunecina que derrocó al presidente totalitario Zine El Abidine Ben Ali y causó el levantamiento de la Primavera Árabe en los países vecinos.

Dice mi explorador que hay al menos dos ciudadanos iraníes que se hicieron célebres por coserse la boca para continuar con la huelga de hambre que habían iniciado tras la negativa recibida a su asilo político en Grecia. Tirando de ese hilo me vuelvo a encontrar a Pavlenski, el que se ha clavado los huevos al suelo, que al parecer hace no mucho también se hizo punto de cruz en los morros.

Leo sobre tipos crucificados, chinos, coreanos e indignados que se cortan dedos para dar pábulo a sus exigencias, obreros que se encaraman en grúas durante meses soportando las inclemencias meteorológicas, un hindú que se corta la lengua y una lista bien nutrida de manifestantes sufridores que a menudo no lo cuentan.

En el ranking de reivindicaciones con sufrimiento penal, encabezan la lista las acciones de las rusas Pussy Riot y el zapato que el reportero iraquí Muntazer al Zaidi lanzó al expresidente estadounidense George W. Bush como desahogo por el sufrimiento provocado a su pueblo.

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El caso es que todos esos sucesos, rápidamente reproducidos por los medios locales o internacionales y viralizados en las redes, a menudo han adquirido su sentido al conseguir llamar la atención de sociedad y dirigentes. Una atención de la que a menudo carecen las otras reivindicaciones por falta de ‘carisma’.

Debe ser que el mundo de los levantamientos ha cambiado y ahora que ni tenemos a Asterix que nos defienda, ni supermanes que nos venguen, ni guillotinas con las que saldar deudas regias en las plazas públicas el éxito parece radicar en la popularidad que adquiere el suceso protestatario, y ese, a su vez, a menudo depende del impacto sádico y conmovedor que causa el propio acto. ¿Podría ser que en la sociedad donde ‘todo el mundo ya lo ha visto todo’ ni políticos ni medios ni conciudadanos estén dispuestos a inmutarse para atender a nadie que no cause el máximo impacto? ¿Dependen nuestras luchas de un retuit? En la era mainstream, ¿la difusión de las reivindicaciones está sujeta a un clic que prometa imágenes con sobreaviso al daño de sensiblidades?

Como autoevaluación de la raza humana –servidor incluido- me arriesgo a decir que damos un poco de pena. Como opinión de aquellos que han sabido aprovechar la estupidez colectiva para captar la atención sobre los problemas: olé los huevos del ruso que se los clava.

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