La telefa es una costumbre que consiste en raptar niñas, de incluso siete años de edad, que se practica al sur de Etiopía. Las niñas se violan hasta que quedan embarazadas y luego se acude al poblado de la víctima para negociar la dote. Difícilmente podemos escuchar noticias sobre esta aterradora costumbre en la televisión y, si han aparecido, lo han hecho en contadas ocasiones. En consecuencia, la telefa apenas nos conmueve más allá de lo que puede conmover una cifra de muertos en un terremoto.
Sin embargo, conocemos a la perfección todos los detalles de la tragedia de Germanwings. Que si no fue un accidente. Que si el piloto sufría un cuadro depresivo. Que si no ha sobrevivido ningún pasajero. Que qué miedo volar ahora. El caso de Germanwings no resulta, sin embargo, tan flagrante como el hecho de que se dediquen miles de horas de televisión y radio y cientos de páginas de prensa para detallar la desaparición de un niño.
Probablemente casi nadie es capaz de haber olvidado el caso Madeleine. En Estados Unidos también tienen su propio «caso Madelaine», el de Jessica McClure, una niña de dieciocho meses de Midland, Texas, que en 1987 se cayó a un pozo de agua de siete metros de profundidad, quedándose atrapada durante 58,5 horas. El evento tuvo una cobertura minuto a minuto. Una vez rescatada, la familia McClure recibió más de 700.000 dólares en donaciones para Jessica. El periódico Odessa American ganó el Premio Pulitzer de 1988 por su fotografía de Jessica arropada en los brazos de uno de sus rescatadores. Incluso se ha rodado una teleserie que refleja hasta el último detalle de aquel hecho que propició que millones y millones de personas tuvieran el corazón en un puño.
Sin embargo, mientras escribo estas líneas se están produciendo muertes, secuestros y torturas inenarrables a un ritmo de una por segundo, aproximadamente. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… ¿quién habla de todas esa gente? No se pretende minimizar el caso de Madeleine ni el de Jessica pero resulta contradictorio y un dispendio excesivo de recursos y atención que una niña reciba mayor cobertura en la CNN que el genocidio en Ruanda de 1994, en el que murieron 800.000 personas, muchas de las cuales eran niños pequeños.
Uno vale más que mil (para nuestro cerebro)
Las razones psicológicas que nos empujan a preocuparnos de un único niño o un grupo de personas muy reducido, como los pasajeros de la tragedia de Germanwings, por encima de los millones que están pasándolo mucho peor, se conoce muy bien en psicología. Los medios de comunicación, cuyo interés último es el rendimiento económico y el share, no hacen más que alimentar este sesgo cognitivo.
Stalin intuyó que nuestro cerebro opera de esta forma fragmentaria cuando dijo aquello de «la muerte de un hombre es una tragedia, pero un millón de muertos es una pura cifra». También la Madre Teresa intuía esta incapacidad de nuestra mente para las grandes cifras, sobre todo si son lejanas, en su frase: «Si miro la masa, nunca actuaré, pero si miro a un individuo, sí lo haré».
A este sesgo se le denomina efecto de la víctima identificable. Cuando vemos el rostro o una fotografía de una víctima y nos internamos en sus detalles personales nos conmovemos y ello modifica nuestra conducta. Mucho más que el leer una cifra de cientos o miles de muertos de los que no sabemos nada, ni cómo se llaman ni qué aspecto tienen. En este segundo escenario, nuestra empatía parece quedar suspendida. Sabedores de ello, muchas instituciones caritativas como Save the Children suelen emplear técnicas publicitarias en las que se identifica una víctima en concreto, obviando a la masa. De ese modo hay una mayor probabilidad de nuestra empatía nos empuje a donar cierta cantidad de dinero.
Para demostrar experimentalmente el efecto de la víctima identificable, los investigadores Deborah Small, George Loewenstein y Paul Slovic ofrecieron a un grupo de personas cinco dólares por rellenar unos cuestionarios. A continuación, se les daba la posibilidad de donar esos cinco dólares a una causa benéfica. Al primer grupo de personas se les informó estadísticamente de las condiciones atroces de tres millones de niños en Malawi debido a la escasez de alimentos. Al segundo grupo solo se le proporcionó información acerca de Rokia, una niña de siete años de Mali, que vivía en extrema pobreza. El segundo grupo podía ver fotografías de Rokia, así como leer acerca de su vida cotidiana.
Los resultados fueron los esperables, tal y como explica Dan Ariely, catedrático de psicología y economía conductual en la Universidad de Duke, en su libro Las ventajas del deseo:
Si se parece a los participantes del experimento, usted habría dado el doble a Rokia de lo que daría para luchar contra el hambre en general (en la condición estadística, el promedio de donativos era un 23 por ciento de la paga de los participantes; en la condición identificable, el promedio superaba el doble de esa cifra: 48 por ciento).
Ayuda a distancia
Nuestra moral suele basarse no tanto en el juicio racional como en los sentimientos. Las cosas nos parecen bien o mal, justas o injustas, porque lo sentimos así en las entrañas, no porque hayamos realizado una larga operación de pros y contras. Por ello, el papel de los medios de comunicación resulta tan delicado: son ellos los que ofrecen víctimas identificables gracias a su cobertura mediática, y si las víctimas identificables ofrecidas se limitan a casos anecdóticos, como el de Madeleine o Jessica, incluso el de los pasajeros de Germanwings, entonces se está despilfarrando un tiempo precioso para combatir injusticias mucho más perentorias.
Pero ¿por qué nuestro cerebro está cableado de ese modo? ¿No deberíamos sentir más empatía por casos más graves? La razón parece estribar, según la psicología evolutiva, en que nuestro cerebro se forjó en un tiempo prehistórico en el que no debíamos interactuar con grupos de personas lejanos, sino con un grupo cercano de un máximo de 150 individuos, tal y como abunda en ello Marc D. Hauser, biólogo evolucionista en Harvard, en su libro La mente moral:
En nuestro pasado sólo se nos presentaban ocasiones de ayudar a los que encontrábamos a nuestro paso: un cazador corneado por un búfalo, un familiar hambriento, un abuelo anciano o una mujer con problemas en el embarazo. No se presentaban ocasiones de practicar el altruismo a distancia. La psicología del altruismo evolucionó hasta permitir hacer frente a ocasiones presentadas por el entorno cercano, al alcance de nuestra mano.
En resumidas cuentas, si nuestro cerebro no es capaz de procesar empáticamente a la humanidad, entre todos le deberíamos dar un empujón en ese sentido, en vez de hacer justo lo contrario, permitiendo que las ramas eclipsen al bosque. Podemos empezar con algo simple: la próxima vez que pensemos que todo nos va mal, amplifiquemos el foco y advertiremos que a varios miles de millones de personas probablemente les debe estar yendo mucho peor que a nosotros.
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