A las personas les encanta engullir soap opera, inyectarse cliffhangers en vena, empatizar con emociones extremas, que un alud de malas noticias (ajenas) les arrolle con toda su fuerza para surfear sobre sus olas, lanzando alaridos de risa locuela. Eso es así. Pero es ahora cuando empezamos a entender por qué es así.
La investigación neurocientífica nos aporta pruebas sólidas de la razón de que tantos televidentes se quedaran enganchados a Falcon Crest o al eterno triple salto mortal de Lost. Todo ello en un contexto donde el spoiler empieza a ser tan temido como una enfermedad venérea.
Llamando la atención de la amígdala
En nuestro cerebro hay una almendra. Bien, no es exactamente una almendra, sino una parte del lóbulo temporal que tiene forma de almendra y que se llama amígdala. La amígdala es el objetivo principal de cualquier guionista de televisión.
En un mundo donde hay sobreabundancia de información y continuamente estamos expuestos a ser anegados de infoxicación, la amígdala opera como una suerte de filtro: sólo deja pasar a nuestra mente consciente aquella información de nuestro entorno que pueda constituir una amenaza. Si una información logra estimular lo suficiente nuestra amígdala, entonces ésta se vuelve hipervigilante, lo que agudiza nuestro foco de atención y nuestra respuesta de “luchar o huir” se pone en marcha.
Como ya no vivimos en la sabana, los depredadores raramente consiguen estimular nuestra amígdala. Si acaso algún pendenciero que nos asalta en un callejón oscuro, pero eso tampoco constituye una amenaza común.
En definitiva, como vivimos en un mundo repleto de información pero la mayoría de esa información no es lo suficientemente preocupante, los guionistas (y por extensión los periodistas de casi cualquier medio) tratan de filtrar la realidad, hacerla pasar por un tamiz por el que solo nos lleguen noticias tremebundas, horribles, apocalípticas (Piqueras Style). Al introducirnos en un mundo paralelo donde la realidad es tan amenazante como las fauces abiertas de un león, entonces nuestra amígdala se olvida de todo lo demás, en un proceso que explica así Peter H. Diamandis en su libro Abundancia:
Nuestro ritmo cardíaco se acelera, los nervios disparan más rápidamente, los ojos se dilatan para conseguir una mejor visión y la piel se enfría a medida que la sangre circula hacia los músculos para posibilitar un ritmo de reacción más rápido. Cognitivamente, nuestro sistema de reconocimiento de situaciones escarba en nuestros recuerdos en busca de ocasiones similares (para ayudar a identificar la amenaza) y de soluciones potenciales (para neutralizarla). Pero la respuesta es tan potente que una vez puesta en marcha es casi imposible detenerla.
Cliffhanger Fest
La misma razón por la que en los periódicos hay más noticias negativas que positivas (If it bleeds, it leads) es la que alimenta el éxito de las series de televisión con giros imprevisibles que ponen en peligro al protagonista, hasta dejarlo literalmente colgado del abismo. La amígdala siempre está buscando algo que temer.
La historia del cine tampoco sería lo que es si careciéramos de la amígdala. En el normal funcionamiento de nuestro cerebro, cuando no hay amenazas circundantes, en circunstancias rutinarias, solemos poner el piloto automático y dejarnos llevar en modo zombi, así que nuestra atención se revela como lo que realmente es: un recurso limitado. Ved este famoso vídeo de un grupo de personas pasándose una pelota, por ejemplo, e intentad contar las veces que se pasa la pelota de una mano a otra:
David Eagleman, neurocientífico del Baylor College de Medicina, aborda de esta manera el problema:
Imagina que estás viendo un corto con un solo actor que está haciendo una tortilla. Se produce un cambio de plano mientras el actor sigue cocinando. Seguramente te darás cuenta de si el actor se ha convertido en otra persona, ¿verdad? Pues dos tercios de los observadores no lo hacen.
Lo mismo que sucede en el vídeo que he linkeado más arriba: cuando te estás fijando en cómo el grupo se pasa la pelota, la mayoría de la gente no ve que alrededor empieza a saludar un hombre disfrazado de mono. La amígdala subsana esta flagrante incapacidad para registrar la realidad: si aparece algo amenazante, se centra en ello y deja de divagar. El cine es como es porque no vemos el mono. El cine, el periodismo y en general cualquier mercachifle que, por ejemplo, nos intenta endilgar una alarma antirrobos, intenta que veamos el mono exagerando sus rasgos amenazantes. Hasta que el hombre disfrazado de mono nos parece King Kong.
Por eso somos tan ineficaces a la hora de calcular los riesgos que nos rodean, y resulta tan fácil hacernos temer lo que en realidad no debería darnos miedo. La amígdala, que evolucionó para registrar peligros del tipo “hay un tigre en la maleza”, sencillamente no está preparada para evaluar peligros probabilísticos, como el terrorismo. Y los agoreros hacen su agosto, convirtiendo la idea de que el mundo va a peor en un dogma sin sustento estadístico, tal y como denuncia Marc Siegel, de la Universidad de Nueva York, en su libro False Alarm: The Truth About Epidemic of Fear:
Estadísticamente, el mundo industrializado nunca ha sido más seguro que ahora. Muchos de nosotros vivimos más y con menos incidentes que nunca. Sin embargo, vivimos los miedos del peor de los casos.
La droga dopamina
Nuestro cuerpo segrega también todo un repertorio de drogas que son capaces de estimularnos, deprimirnos, volvernos atrevidos o tímidos, avispados o torpes, y un largo etcétera. En ese sentido, la dopamina es la droga que está detrás de nuestra adicción por determinadas pautas narrativas de la ficción televisiva. Sobre todo los giros de tuerca que M. Night Shyamalan, director de El sexto sentido, convirtió en marca de la casa, los cliffhangers de los seriales o los “julioaberto es tu padre” de las telenovelas.
La dopamina es un neurotransmisor que, a diferencia de la amígdala, que obra como juez de lo que resulta amenazante, evalúa qué resulta placentero. En otras palabras: la dopamina envía una señal de alarma a nuestro cerebro si, ante algo esperado, como una recompensa, recibimos mucho más o mucho menos. Por ejemplo, imaginemos que tenemos una cita y todo discurre tal y como habíamos previsto: nuestra dopamina permanece inalterable. Pero si la cita ha ido mucho mejor de lo esperado, por ejemplo, porque nos han obsequiado con un regalo, entonces el cerebro segregará dopamina; pero si, por el contrario, nuestra cita es un desastre, los niveles de dopamina se desplomarán.
En resumidas cuentas, la normalidad no altera la dopamina. Solo lo hace la sorpresa. Si es buena, aumenta. Si es mala, desciende.
En función de cómo se alteren estos niveles de dopamina, que en cada persona tienen unos patrones determinados por su genética particular, entonces necesitaremos recompensas más o menos sorprendentes para experimentar los efectos de la dopamina corriendo por nuestro cerebro. Ésa es la razón, tal y como explica Steven Johnson en su libro La mente de par en par, de que algunas personas sean particularmente vulnerables a determinadas adicciones. Y que también haya gente que se engancha más a las series que otras.
Dado que las recompensas raras veces caen llovidas del cielo, el sistema apetitivo está íntimamente unido al deseo de la mente de tener nuevas experiencias. El sistema del placer está anclado en las endorfinas y en ese pariente próximo de la adrenalina que es la norepinefrina; por su parte, el sistema del apetito de novedades está anclado en la dopamina. Estos dos sistemas a menudo trabajan en mutua sintonía, pero, en un individuo cualquiera, un sistema puede ser más fuerte que el otro. Existen hedonistas y buscadores. Estos dos tipos de personalidad no son sinónimos, aunque a veces pueden solaparse.
Comida basura
Las series más previsibles, tópicas, cuadriculadas y repetitivas son las que más éxito tienen. No es que la audiencia tenga mal gusto, que también pudiera ser, sino que nuestro cerebro tiende a abrazar lo que reconoce como familiar, rechazando lo anómalo. Esta idea entra en conflicto con lo anteriormente expuesto, es decir, que la amígdala solo reacciona ante lo inesperado. Así que la estructura narrativa debe bascular entre lo inesperado y lo esperado, porque lo que resulta demasiado inesperado o extraño tampoco resulta atractivo para el cerebro medio.
Como resume aforísticamente Jeremy M. Wolfe, un profesor de oftalmología de la Escuela Médica de Harvard, “Si no lo encuentra a menudo, a menudo no lo encuentra”. El espectador medio prefiere ver lo de siempre debido al problema de la cerveza-en-la-nevera, tal y como explica Joseph T. Hallinan, docente en la Universidad de Harvard y periodista del Wall Street Journal ganador del Premio Pulitzer en su libro Las trampas de la mente:
¿Dónde encontramos las cosas que estamos buscando? La respuesta no es tan directa como podría parecer. Podríamos buscar la cerveza mirando algunos estantes del frigorífico, ya que sabemos que la cerveza generalmente está en ese estante. Pero ¿qué pasa si la cerveza ha sido cambiada de lugar para dejar sitio a otras provisiones?
Las series y películas que se pliegan a estas necesidades básicas incluso se pueden equiparar a la comida basura, una droga silenciosa que está detrás, entre otras causas, de la actual epidemia global de obesidad. Al fin y al cabo, la comida basura también apela a nuestros gustos más primarios e infantiles.
Cuando tenemos hambre, es más probable que solicitemos un menú muy calórico para la próxima semana, porque proyectamos nuestros niveles de hambre de ese instante hacia el futuro. También es la razón por la que se desaconseja realizar la compra semanal del supermercado con el estómago vacío. El mismo mecanismo se produce en el visionado de una película.
En un experimento realizado por Daniel Read, se le pidió a dos grupos de personas que escogieran tres películas para alquilar que estuvieran disponibles en Blockbuster o en Netflix. Un grupo debía escoger una película para ver esa misma tarde, y el otro una película para ver más adelante. Lo que ocurrió es que las personas que escogían una película para ver en el futuro se decantaban por el cine más sesudo y profundo, como El piano. Por el contrario, quienes escogían una película para ver en ese mismo instante, preferían películas populares o de puro entretenimiento. Como si pensaran “el lunes empiezo la dieta, pero ahora voy a darme un atracón”.
El éxito de la soap opera, con todos sus clichés, y de los cliffhangers, estratégicamente situados a lo largo de la narración, incide en estos mecanismos cerebrales con la misma precisión que lo hace Ronald McDonald.
Porque, en puridad, el espectador medio pone el piloto automático, se deja llevar por el modo zombi, y hasta las sorpresas nacen en cierto modo del mismo molde previsible. Tan automático es todo el proceso de visionado y consumo que los errores de continuidad (que un personaje lleve corbata en un plano, y deje de llevarla en el siguiente, por ejemplo) incluso pasan desapercibidos por el propio director. Hollywood debe emplear a expertos para advertir de estos fallos.
Y no solo se trata de que se nos pasen detalles insignificantes, o que un mono aparezca en pantalla y la mayoría de nosotros no se dé cuenta de ello. Daniel T. Levin y Daniel J. Simons incluso rodaron su propia película para demostrar hasta qué punto el espectador parece lobotomizado debido al natural funcionamiento del cerebro: en cada toma, un actor era sustituido por otro. Por ejemplo, el actor se sentaba en una clase vacía, el plano cambiaba a una imagen más cercana, y un actor distinto terminaba la acción. Las conclusiones fueron recogidas en su estudio publicado en Psychonomic Bulletin & Review. La película se pasó a cuarenta estudiantes, y solo una tercera parte de ellos reparó en el cambio.
Ahora mismo, por cierto, hay una aviso de bomba en el bloque de edificios en el que me encuentro tecleando estas palabras. En el próximo artículo tendréis noticias mías, si he sobrevivido.