Yo sobreviví al Fin del Mundo maya (pregúntame cómo)

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“Hola, mi nombre es Happy Lilly y les voy a dar unas breves normas de convivencia para su estancia en el Encuentro Rainbow”. Esto promete, pensé mientras escuchaba a aquel ejemplar de gringa al que la palabra “oronda” le faltarían varias “oes” para abarcar, desnuda de cintura para arriba, con unas descomunales tetas al aire que parecía que se unían a su tronco por sendas marañas de pelo sobaquil, a modo de velcro. “Debe de ser la tipa con la autoestima más alta que he conocido jamás”, pensé para mis adentros.
Cuando varias horas después esté rodeado de beldades desnudas en torno a una hoguera, susurrando hipnóticas canciones en un idioma ignoto (¿maya?, ¿sánscrito?, ¿esperanto?) confirme mis sospechas: esto merecía la pena. Y mucho.
-En el Rainbow está todo permitido menos tres cosas: usar dinero, consumir alcohol y drogas. Las hogueras son bienvenidas… ¿Alguna pregunta?
-Sí: ¿dónde podemos comprar una buena botella de whisky?
-Estás bromeando, ¿no?
-Claro: en realidad vengo a vender…
Objetivo conseguido: ahora ya saben la jaez de persona que han invitado a su festival.
He venido a la Reunión Rainbow de Palenque (Chiapas, México) como atraído por un llamado, algo parecido a lo que les sucedía a los personajes de ‘Encuentros en la tercera fase’, que se obsesionaban con la montaña en la que iban a aterrizar los extraterrestres. ¿Rainbow + México + Fin del mundo maya? Eso puede ser una reunión de frikis inenarrable. ¡Quiero mi boleto ya!
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Antes que seguir es de recibo ofrecer una breve explicación de qué es un “encuentro Rainbow”. Escuché hablar por primera vez del asunto a mi amigo Rafapal, investigador del fenómeno paranormal y paranormal él en su misma persona. Se trata de una caravana itinerante, valga la redundancia, que va recorriendo el mundo, parando varias semanas o meses en parajes naturales, para llevar allí una vida sana, en contacto con la naturaleza, ferozmente pretecnológica, naturista y vegetariana. Los integrantes del Rainbow se consideran una tribu y como tal viven.
Llego la mañana del 20 de diciembre al Rainbow de Palenque, cerca de un famoso asentamiento maya y a apenas unas horas para el esperado fin del mundo –o lo que sea- anunciado por los antiguos sabios de aquella civilización. Es mi segundo Rainbow, después del inolvidable del verano de 2011 en Portugal, así que tengo una idea meridiana de lo que me voy a encontrar allí: comidas en común, yoga, reiki, malabares, artesanías y, sobre todo, mucho hippy con poca ropa, aunque hay que matizar que existen sensibles diferencias entre los venerables hippies de los 60 y los rainbows del siglo XXI: más tatúes y piercings, menos pelo corporal, más actividades místicas, menos drogas (alarmantemente, muchas menos) y, también preocupantemente, menos sexo. Si se practica, desde luego, es en privado, como vulgares burgueses. De hecho, se rechaza tácitamente cualquier intento de galanteo o exhibicionismo, rasgos propios de la sociedad que pretenden rechazar. Sin embargo…
Docenas de efebos y efebas bañándose desnudos en el río o practicando la panoplia habitual de divertimentos antiglobales –diabolos, mazas, malabares, fuegos, cinta, danza aérea, etc.- es un espectáculo digno de verse, incluso cuando con mayor frecuencia de lo razonable conocemos regiones de la anatomía de los participantes que hubiéramos preferido no hacerlo nunca.
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Valga un ejemplo significativo de esto: camino junto a Cathy, una rumana-española que conocí en el autobús y que debuta en el Rainbow. A nuestra derecha, a escasos 20 metros, junto a la ribera de un cauce seco, un chaval defeca, obviamente afectado por una severa descomposición. El efecto es el de un aspersor de líquido pardo cuyo chorro se dirige peligrosamente hacia nosotros. Veo en las azulísimos pupilas de mi amiga un pánico primordial, casi lovecraftiano. Días más tarde me confiesa que aquella visión le decidió a abandonar el Rainbow ipso facto: “Yo me he formé con el sistema educativo de Ceaucescu. Mis ojos no están preparados para semejante visión”, me confiesa, y añade lacónica en su depurado castellano: “Estoy segura de que en el segundo anterior a mi muerte –ése en el que ves pasar toda tu vida- al menos cinco décimas estarán dedicadas a aquel chorro de mierda líquida”.
Pero no todo es escatológico en el Rainbow. Hay también actos notables, como la elaboración y reparto de las multitudinarias comidas. Hay tres comidas al día: todas vegetarianas y comunales. Se sirven en un enorme círculo central, tras un titipuchal de cantos, Oms y gracias al “Gran Espíritu”. Esta noche, tal vez la última de nuestras vidas, cocinan los españoles: gazpacho y pasta. Pero aquí no hay electricidad, y mucho menos batidoras, así que el gazpacho se queda en una ensalada caliente de tomate y pepino, y la pasta… en fin, no está tan mal, teniendo en  cuenta que mis sufridos (y desnudos) compatriotas han cocinado para 2.000 hambrientas bocas.
(Nota mental: para el próximo Rainbow, si sobrevivo, traer fruta en abundancia y galletitas de chocolate).
Tras la frutal cena, una comitiva pasa entre la gente pidiendo una aportación económica para el “sombrero mágico”, con el que se comprarán ingredientes para la comida del día siguiente. Aunque me resulta una flagrante violación de la norma n°1 (prohibido usar dinero), decido hacerme el sueco y aporto 20 pesitos al gorro, esa rémora capitalista, provocadora cornucopia en un reducto antimaterialista.
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El plan para recibir el 21/12/12 pasa por una larguísima meditación, desde las 4:11 de la madrugada hasta las 13:11 del día siguiente, coincidiendo supuestamente con nosequé alineación planetaria. El acto devocional tendrá lugar en el círculo central, verdadero ombligo del festi. Es evidente que esta gente no espera el fin del mundo, aunque está convencida de que sucederá “algo”, y aquí entra la imaginación, fe o cosmovisión de cada cual.
Pero todavía quedan unas  cuantas horas para el Apocalpisis (la cena se sirve al atardecer), así que se enciende una gran hoguera para iniciar un baile ritual. Durante varias horas bailamos y cantamos todo tipo de cánticos y mantras que va proponiendo el personal, como en una jam session para voz y percusión. Los únicos instrumentos aquí son tambores, maracas y algún harpa bucal; ni rastro de guitarras, sintetizadores o cualquier instrumento remotamente electrónico. Tampoco suena el ‘Ai se eu te pego’. Algo bueno tenía que tener renunciar al capitalismo.
Si me viera cualquiera de mis amigos ahora –sentado en torno a una hoguera, piel con piel con un fornido alemán y una voluptuosa mexicana- pensarían que me he quedado gagá. Yo también lo pienso, pero el efecto del remedio que me dio mi abogado samoano (y con el que he contravenido la norma 3) y la propia disolución del sentido del ridículo en partes alícuotas entre los 400 danzantes, hacen que me encuentre como entre mis mejores amigos. ¡Qué diantres! Mucho mejor: me siento como en ‘Avatar’, formando parte de algo más grande y eterno que mi pequeño yo… ¡Amo a esta panda de chalados!
Y entonces, en pleno subidón, sucede ese “algo” que todos esperaban. En forma de tormenta. Tropical. Apocalíptica. Previsor como la cigarra que soy, llegué al festival con una hamaca, una sudadera y ni un triste chubasquero. Tras la primera arreada y cuando pienso que voy a morir sumergido bajo una catarata de lluvia, tengo un arrebato de coraje y parto a buscar refugio, en plena noche y en una selva a la que he llegado apenas hace unas horas.
Por suerte, mis años de entrenamiento en las COE da por fin su esperado fruto: no tarde en encontrar una furgoneta abandonada, con dos de sus tres cristales en perfecto estado y el interior -2 metros de mullido asiento- perfectamente seco. Meto mis empapadas propiedades y y yo mismo, y apago la linterna. La sensación de ser uno con el todo y con los demás desaparece en cuanto recupero el resuello y la sequedad: “Como uno de estos perroflautas intente entrar le quemo las rastas”, pienso.
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Al amanecer, renace mi yo compasivo y como redención por ese pensamiento egoico y violento, regalo mis mandarinas, plátanos y cacahuetes a un grupo de rainbows que se han cobijado en un cobertizo cercano, mucho más precario que mi flamante furgoneta, el Ritz del Rainbow en aquel momento. Entre los refugiados veo a Happy Lilly, algo más recatada que ayer pero igual de animosa.
En seguida me doy cuenta de que soy un privilegiado, yo que me lamentaba de no llevar tienda de campaña: hordas de acampados deambulan empapados por el bosque, como refugiados de un absurdo desastre climático local (¡¿pero qué hacíais en mitad de la selva en pelotas, insensatos?!, preguntarán sus madres). El río en el que unas horas atrás se bañaban afroditas como en un cuadro renacentista (pero con más pelo: se les perdona: donde hay pelo, hay alegría) se ha desbordado, llevándose por delante tiendas de campaña, tipis e incluso alguna furgo-caravana, “vehículo oficial” de este tipo de eventos, si se me permite la frivolidad.
Amanece frío y nublado el 21 de diciembre de 2012. La buena noticia es que el mundo no se ha acabado (aunque eso ya lo sabíamos, ¿no?). La mala, que los mayas atávicos o bien los dioses del viento actuales se han meado encima de las pretensiones místicas de un grupo de occidentales con ansia de trascendencia. Finalmente, no somos más que unos críos demasiado bien criados –mal criados, por tanto- en un mundo que se desmorona, pero no de golpe, como truculentamente nos hacen creer las pelis de catástrofes, sino a cámara lenta.
Imágenes de Leo London (CC, Flickr) y Swiatoslaw Wojtkowiak (CC, Flickr).

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