Mi puta rallada con el consumo

19 de marzo de 2014
19 de marzo de 2014
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La historia de mi rallada con el consumo comienza en 2010, cuando vivo en Girona, frente a una tienda de alimentación ecológica:
1. SI ERES LO QUE COMES, YO SOY PASTA CON ATÚN Y TOMATE FRITO
Soy un estudiante de cuarto de carrera con una dieta basada en pasta con atún y tomate frito, arroz con atún y tomate frito, y pasta con atún y tomate frito. Entrar en esa tienda cambia mi perspectiva alimentaria o alimenticia para siempre. Me convierte en un pijazo a ojos de mi madre y aumenta, considerablemente, el presupuesto destinado a hacer la compra.
–Debes ahorrar en muchas cosas, menos en comida –dice la hippie que se encarga de la tienda ecológica. Y como está muy buena, alargo la conversación hasta que termina confesándome sus años. Parece mucho, pero que mucho, más joven. Así que me uno a la causa eco sin resistencia. Lo peor que podría pasarme es que disminuya mi edad metabólica hasta rozar la inmortalidad.
Comienzo por sustituir la sal de las ensaladas por gomasio. Dejo de comprar carnes y pescados procesados. El pescado se compra en la pescadería. La carne en la carnicería. El embutido en la charcutería. También abandono por completo el consumo de leche. El pecho de una hippie consigue destetarme, una paradoja sexista pero real. Dejo de beberme medio litro con Cola Cao cada mañana para ni siquiera cortar el café (que tomo con azúcar de caña) sin sufrir síndrome de abstinencia.
Dejo de comprar el pan en el supermercado y de freír cosas. Freír es ETA.
2. LA MADERA MACIZA ME LA PONE DURA
Comienzo a trabajar en agencias de publicidad y me entra el diseño interior por los ojos. Agencias potentes de publicidad que se gastan un pastizal en mobiliario para que sus creativos seamos más creativos y los clientes atraviesen la puerta en volandas.
La obsesión por el acabado y la calidad de los materiales se hace patente unas navidades, al cruzar el umbral de la casa de mis abuelos. Llevo visitando y habitando esa casa toda mi puñetera vida, pero siento que la piso por primera vez. Recorro todos sus rincones tocando muebles, abriendo puertas, sacando cosas. Alucino, sin exagerar, con una cómoda de roble que tiene más de 100 años. Hace no tanto, guardaba mis pijamas en esa cómoda sin importarme una mierda si estaba hecha de palillos chinos o papel de fumar. De repente, me parece un objeto de veneración y respeto. Un trocito de la historia familiar que no deseo que abandone nunca el sino de los Gándara. Un bien preciado.
IKEA y su imperio del conglomerado se convierten en la representación del maligno, y cualquier mesita vintage a precio de Lack, en un hallazgo extraordinario en el rastro de Madrid.
3. MADE IN SPAIN
Las rebajas pasadas entro en Mini (una tienda carísima en Conde Duque), llevado por la curiosidad de los descuentos aplicables a sus abrigos de más de mil euros. Me pruebo varios jerséis y una camisa. Todo sienta muy bien. Todo es caro de cojones. La camisa, en concreto, me gusta mucho, pero al 50% todavía vale 60 euros. Le pregunto al propietario de la tienda por qué una camisa azul, básica, costaba 120 euros.
«Tiene mucho más sentido pagar 120 euros por esta camisa que 30. ¿Por qué? Porque está fabricada con algodón orgánico en USA e importada a nuestro país. Es decir: un trabajador norteamericano, con un horario de trabajo estipulado y una nómina acorde a su producción, ha fabricado esta camisa en condiciones del primer mundo para que tú la vistas. Si se derrumba el techo de la fábrica sobre ese trabajador, habrá responsables y responsabilidades. Si ese trabajador enferma, podrá disponer del descanso que necesite para restablecerse. Y así el largo etcétera que todos conocemos. Por no hablar de la calidad de los tejidos. La ropa está en contacto directo con nuestra piel. Nos viste. Nos abriga. Nos envuelve. Es de vital importancia utilizar tejidos con los que nos sintamos realmente cómodos. Y esta es una realidad simple: en ningún contexto ‘más barato’ es sinónimo de ‘mejor’».
Vuelvo a casa y saco toda mi ropa del armario. No es una verdad inesperada: el 95% de mi ropa es de manufactura china, taiwanesa o vietnamita. Solo tengo dos polos made in Italy y una camisa de Macedonia (una camisa fabricada en Macedonia; no una camisa de frutas). Así que me rallo también con la ropa, enarbolo un calcetín y juro por Amancio Ortega que jamás volveré a comprar prendas con manufactura tercermundista.
CONCLUSIÓN FINAL DE MI PUTA RALLADA CON EL CONSUMO
No sé a qué se debe. A si no soy más que un puto moderno aunque me esfuerce en negarlo. A mi condición de publicitario, que me obliga a renegar de la comunicación de la marca para obsesionarme con el producto. A que tengo complejo de rico porque no lo soy y, a este paso, no lo seré jamás. Al devenir de los sistemas de producción actuales y la realidad de la obsolescencia programada, que me convierte en objetólogo a conciencia. A que deseo el control absoluto de lo que ingiero, visto o adquiero.
Quizá todo el peso lo sostenga esta última idea: quiero el control absoluto de mi vida. Una vida que dejo de sentir como mía cuando la supedito a modas u ofertas que se traducen en intereses estrictamente capitalistas (¡válgame Marx que yo diga esto, que trabajo de copy!). Una vida que deseo vivir con más responsabilidad que separar plástico, papel y desechos orgánicos bajo el fregadero de la cocina.
Nota del autor: La tarde de mi lectura de etiquetas termino devolviendo una cazadora y una camiseta que me habían parecido dos gangas esa misma mañana. Dos gangas taiwanesas. Con el dinero recuperado compro una chaqueta de punto made in Spain, en un pequeño comercio de la calle Atocha y unas botas made in Elche en una Zapatería en Huertas. Puede que esté somatizando mi sostenibilidad textil, pero me siento más cómodo y más guapo de lo normal con ella/s puesta/s.

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