Los parques de Colombia se extienden en torno a una P enigmática. Una P gigante que de repente se abre mediante una especie de cajonera. De ella salen libros, cuentos, romances, aventuras. Alrededor de ella los niños se reúnen para escuchar la voz de los contadores de historias; los adultos encuentran el tiempo para sentarse y leer.
A nadie le produce inquietud la enorme letra. Los Paraderos Paralibros Paraparques (PPP) que desde 1996 ocupan 51 parques en Bogotá, además de otras ciudades como Cali, Medellín o Bucaramanga, tratan de aproximar la lectura a los parques diseminados por las urbes colombianas. La mayoría de ellos en las zonas más pobres.
La celulosa fue descubierta en 1863 por el químico francés Anselme Payén. Anselme nunca puso un pie en América, pero su descubrimiento facilitó la vida a algunos de los mejores contadores de historias de este continente y se la complicó, al mismo tiempo, a la selva del Amazonas.
Hispanoamérica lleva gritando en la literatura su visión de la vida desde la aparición del realismo mágico. Los sentimientos se echan a la cara, no se cuentan. El autor, por tanto, acaba por ser un mero transmisor de lo que ocurre en la calle, donde unos personajes cercanos a lo irreal se enamoran, se detestan y se viven.
La vida envuelve por fin las palabras, apresándolas, y en el cautiverio les suprime el significado común para quedarse con su esencia. Payén, mucho más prosaico, dedicó sus días a la ciencia. En uno de ellos fue capaz de aislar la celulosa de su materia vegetal y estipular su fórmula química.
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Con ello facilitaba la creación del papel como hoy lo conocemos, donde el realismo mágico desplegó su forma de ver los sentimientos. Las plantas, los árboles, los parques, las selvas que pueblan con extraordinaria generosidad los territorios de América Latina se debieron estremecer en ese momento. Su vida no volvió a ser igual. De hecho, hoy la principal causa de la deforestación de los considerados pulmones del planeta Tierra se debe a la industria papelera.
Aristóteles atribuyó al conflicto la acción, y a su desarrollo la consecución de una historia. El realismo mágico, tan cercano a los duendes, gnomos y demás seres que habitan en las leyendas de los millones de indígenas que pueblan desde hace miles de años el continente americano, empaña con las páginas donde se publica la naturaleza fantasiosa de la que emana.
De ese conflicto de intereses, la acción que el gobierno colombiano persigue es la de atraer la literatura a sus parques para tratar de cambiar la historia. Si los enemigos son irreconciliables, aúnen aquello que comparten.
Además de fomentar la lectura de los ciudadanos y facilitar la actividad entre aquellos que aluden a la falta de dinero para no leer, con esta medida se consigue suplir la ausencia de libros en algunos barrios de Bogotá.
Según los últimos datos del Departamento Administrativo Nacional de Estadística colombiano, más de la mitad de los ciudadanos no leyeron un solo libro en todo 2014. Y de los que sí lo hicieron, más de 8 de cada 10 tan sólo vieron pasar por sus manos entre uno y cinco libros.
Y no crean que lo hicieron con gusto. Al parecer el motivo más generalizado para la lectura es la obligación. La letra con pasta entra. Y todo ello en el segundo país iberoamericano con mayor cantidad de bibliotecas por municipio.
Ante este panorama, el gobierno colombiano ha tratado de ir a la raíz del problema. Si las personas no van a los libros, los libros irán a las personas. Entre los grises de los portentosos edificios que se aglutinan en el centro financiero de Bogotá, los reducidos espacios verdes destinados a parques albergan las llamadas ‘casas de lectura’ donde se pueden encontrar hasta 300 volúmenes para leer en el lugar entre títulos informativos, cuentos y novelas.
Existe también la posibilidad de recibir préstamos de libros a domicilio o en el propio parque, recomendaciones de lecturas según edad e intereses y actividades de lectura para niños o recitación de algunos textos.
Pero no sólo los parques han adaptado su fisionomía para que la lectura entre en ellos. Como si se tratase del Tren Amarillo de Macondo que Gabriel García Márquez describió en Cien años de soledad, los autobuses ‘Transmilenio‘ de la enorme y contaminada ciudad paran a descansar en las Biblioestaciones. Allí los usuarios del medio de transporte masivo de Bogotá pueden elegir hasta entre 1.000 títulos.
Los colores acompañan a estos puntos de lectura a lo largo de la ciudad: los azules, las formas irreconocibles, las figuras que chapotean en la imaginación del lector y lo zarandean hasta llevarlo al límite de lo cognitivo. La ausencia de lectura en un país con tanta presencia de buenos escritores se hace menos palpable con este proyecto que ha tenido influencia en la sociedad colombiana desde su inicio.
Rocío Martín, coordinadora del programa y miembro de Fundalectura, la organización que lo impulsa, cuenta a Yorokobu que «desde que se trató de involucrar el paisaje urbano en la lectura, son los niños entre 7 y 12 años quienes aprovechan más esta oportunidad. Los padres, sin embargo, se excusan diciendo que no tienen tiempo».
Además de este proyecto, Fundalectura tiene otros métodos para establecer la lectura en la sociedad. «También tenemos un servicio de préstamo de libros en hospitales y lectura en voz alta para aquellos enfermos que no pueden leer».
Los Paraderos Paralibros Paraparques no sólo se encuentran en Bogotá. Otras ciudades como Cali, la zona del eje cafetero o el departamento de Antioquía también cuentan con este servicio. Como si surgiese un nuevo elemento cercano a lo irreal, en la conversación con Rocío aparece un burro en la boca de la responsable del proyecto.
«En la ciudad puede ser algo más fácil. En Gloria Magdalena, al norte del país, hay un hombre que lleva libros en dos burros a las aldeas de los campesinos». Se trata del profesor Luis Soriano y los burros Alfa y Beto que llevan libros a los niños de una de las zonas más afectadas por la violencia en Colombia.
De repente, cuando me alejo, me parece ver pasar uno de esos burros frente a la caseta de lectura. Es amarillo y todos los niños del parque salen a saludarlo. Cuando giro la cabeza por el claxon de uno de los coches que me recuerdan que sigo en Bogotá, el burro ya se ha ido. Y me queda la impresión de que una pequeña dosis del realismo mágico de este país está protegida por este proyecto ambicioso y algo utópico.
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