Existe una curiosa versión sobre el origen de la palabra cursi. Se cuenta que en la Sevilla del siglo XVIII vivía un sastre llamado Sicur, que tenía dos hijas. Estas, entrando ya en la edad «de merecer», solían pasearse por los lugares más concurridos de la ciudad aparentando ser señoritas de cierta alcurnia. Con tal objetivo, le sustraían a su padre restos de lazos y otros retales sobrantes de su negocio para emperifollarse debidamente.
Pero lo hacían de una forma tan excesiva y grotesca que, una vez en la calle, los guasones estudiantes de la universidad que las veían acercarse se avisaban entre sí con el grito de «ahí vienen las Sicur». Pero para que ellas no descubrieran la chanza le daban la vuelta a las sílabas de su apellido paterno transformando así el aviso en «ahí vienen las Cursis».
Francisco Silvela, en su libro La Filocalia, o arte de distinguir a los cursis, escrito en 1886, los define de esta forma: «Creemos, pues, fijar de una manera positiva el ridículo que procede de lo cursi, diciendo de él que es una apariencia no satisfecha; una desproporción evidente entre la belleza que se quiere producir y los medidas materiales que se tienen por lograrlo».
Esto es lo que le sucedía a las Sicur. Pero también es lo que le pasa a la mayoría de los mensajes de las redes sociales. Esa «desproporción evidente», que señala Silvela, se manifiesta en la inmensa cantidad de imágenes en las que todos los internautas aparecemos en sofisticadas situaciones, lugares y en ambientes que nada tienen que ver con nuestra realidad cotidiana.
Así es la cursilería. Un virus que inunda Facebook, Instagram y demás plataformas digitales gracias a las nuevas oportunidades que todas ellas ofrecen para la transmisión de esta dolencia. Dolencia que, por cierto, siempre se refuerza y expande cada vez que surge una nueva tecnología.
Silvela también señala en su libro este último hecho. Y lo sorprendente es que lo haga con más de un siglo de antelación a lo que observamos hoy en día:
«Pero la idea concreta que representa la palabra cursi es moderna.
La enfermedad que denuncia es novísima, considerada como una calamidad social, porque en otras épocas solo se conocía en casos aislados.
La razón es muy sencilla: la instrucción ha cundido, la civilización ha puesto los goces a la altura de todo el mundo. La fotografía, la galvanoplastia, la litografía, han abaratado el arte hasta el punto de que no hay tendero acomodado que no pueda procurarse la Venus de Milo en una palmatoria y empapelar el zócalo de su trastienda con el friso del Partenón».
Pues si este escritor y político le achacaba la expansión de lo cursi a la fotografía y la galvanoplastia, no podemos ni imaginar lo que diría de haber conocido internet.
Este es el problema. El poder de la apariencia conduce a la construcción de una realidad imaginaria (es decir, hecha de imágenes) en la que el mundo se tergiversa y el conocimiento se banaliza. Es entonces cuando la evolución se detiene. Una lástima, porque la oportunidad de desarrollo cultural que nos ofrece cada nueva tecnología se desperdicia, una vez tras otra, por la extremada trivialización que desencadena lo cursi.