Cuanto más difícil sea pertenecer a una religión, ¿mejor?

30 de septiembre de 2014
30 de septiembre de 2014
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La lógica nos sugiere que, a medida que una religión permanece intacta al devenir social, enrocándose en fastuosas liturgias medievales y en normas demodé que colisionan con las evidencias científicas, la moral laica y hasta el sentido común, ésta irá perdiendo acólitos, y su capacidad de proselitismo se irá reduciendo a cero.
Pero las cosas no son tan sencillas. De hecho, las dinámicas religiosas, en según qué circunstancias, podrían funcionar de forma diametralmente opuesta. La razón de que la religión católica esté perdiendo fuelle no se debería, entonces, a su autismo o su incapacidad de adaptarse a los nuevos tiempos, sino más bien a que se ha adaptado demasiado a ellos. Hasta el punto de que ser católico no conlleva un sacrificio suficiente.

Photo Credit: Stuck in Customs via Compfight cc
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Si te molesta, mejor
Ritos de paso a las religiones son tan variados y estrambóticos que solo pueden nacer como forma de distinguir a los acólitos de un credo de los acólitos de otro credo: tatuajes, restricciones de la dieta y el sexo, prepucios cortados.
El código indumentario, como en cualquier tribu urbana, también resulta crucial en aras de distinguirse del infiel, sobre todo si adscribirse al código indumentario no resulta cómodo (y así se evita que el infiel decida disfrazarse de lo mismo, como el que compra imitaciones de mercadillo para fingir que tiene el suficiente dinero como para adquirir marcas conspicuas. El burka del Islam, que cubre a la mujer de la cabeza a los pies. El kasa para el budismo japonés, un sombrero tradicional que usan los monjes que cubre casi todo el rostro. El jainismo aboga por evitar la ropa cosida, así que muchos hombres usan el “dhoti”, ropa sin coser envuelta alrededor de la cintura y las piernas.
En resumidas cuentas, no importa el contenido sustancial de las reglas religiosas: la única característica común es que deben ser difíciles de seguir. Resultar incómodas.
Todos estos gravámenes en forma de rituales, ropas, normas internas, dimes y diretes, refuerzan lo que en psicología se denomina sesgo endogrupal. Es decir, la creencia de que pertenecemos a un grupo que nos protege y define. El mismo tipo de psicología que se pone en marcha en un partido de fútbol. O entre algunos seguidores de Apple. O lo que desencadena determinados ramalazos patrioteros.
Todos ello constituye una serie de etiquetas que contribuyen a que los comprometidos por la causa se reconozcan unos a otros, y se aíslen del resto. El propio filósofo judío del siglo XII Maimónides asumía que la circuncisión, además de ser una técnica para limitar las relaciones sexuales, otorgaba “a todos los miembros de la misma fe, por ejemplo, a todos los que creen en la Unidad de Dios, un signo físico visible para que a cualquier extranjero le resulte imposible decir que pertenece a ellos. Pues algunas personas lo dicen con el fin de obtener algún provecho.”
Cuanto más difícil sea todo, más fácil es identificar a los impostores, y más fácilmente se ponen en funcionamiento los mecanismos psicológicos del sesgo endogrupal. Eso explicaría, en parte, por qué algunas religiones han resistido más numantinamente el transcurrir del tiempo a pesar de que su único sostén era: cree sin discutir en lo que digo, y lo que digo es la verdad indiscutible por siempre. Todo ello sazonado por normas de difícil cumplimiento que no tienen un sentido práctico evidente, tal y como señala Eduardo Porter en su libro Todo un precio al distinguir las organizaciones laicas de las religiosas:

Las comunas fueron populares en Estados Unidos durante el siglo XIX, una época de intensa experimentación social. Se fundaron a centenares basándose en todo tipo de ideas, desde las creencias del utopista francés Charles Fourier y el escocés Robert Owen, padre del movimiento cooperativo, hasta grupos anarquistas y docenas de sectas religiosas. Muy pocas sobrevivieron más de un par de docenas de años y se disolvieron por la dificultad de asegurar la cooperación y evitar las disputas por la asignación de recursos, derechos y responsabilidades. Hay que destacar que las comunas religiosas tenían entre dos y cuatro veces más probabilidades de sobrevivir que los grupos laicos. Parece ser que la razón era que imponían poderosas exigencias a sus miembros (entre ellas el celibato y restricciones a la hora de comunicarse con la gente del exterior) que reforzaban los vínculos.

Podéis leer más sobre esto en el estudio “Cooperation and Commune Longetivy: A Test of the Costly Signaling Theory of Religion”, de Richard Sosis y Eric Bressler, publicado en CrossCultural Research.
A ese respecto, también cabe recordar un interesante estudio realizado por los sociólogos Richar Urdí, Peter Bearman, Barbara Entwisle y Kathleen Harris con 90.118 alumnos de 145 institutos de Estados Unidos, el llamado Add Health Study. Lo que sugiere este estudio es que la pérdida de la virginidad no dependía tanto de la educación de los padres como del número de amigos, la edad, el género y los resultados académicos de éstos.
Además, en los institutos donde se promovía la virginidad, si tales grupos sociales eran cerrados (no se relacionaban con alumnos o semejantes del exterior), entonces la virginidad no se retrasaba. Por el contrario, en los institutos abiertos sí que se retrasaba. La razón podría ser que mantener la virginidad en un contexto donde todo el mundo lo intenta por igual no resulta atractivo para un adolescente. Pero en un lugar abierto donde los alumnos se relacionan con otras personas que no mantienen la promesa de virginidad, entonces al hallarse en minoría, la promesa puede tener efectos psicológicos beneficiosos de identidad singular. Como el sesgo endogrupal. Como pertenecer a algo. En ese sentido, pues, si todos los alumnos de un instituto vistieran con chupa de cuero y tachuelas, lo rompedor sería no hacerlo.

Photo Credit: Dietmar Temps via Compfight cc
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Aldea Glocal
Otro proceso psicológico responsable de que nos complazca pertenecer a determinado grupo, decir “nosotros ganamos” cuando en realidad ganó un equipo de jugadores de determinado deporte o que fuimos al mismo colegio que determinada celebridad, se denomina efecto BIRG (Basking in Reflected Glory). El nacionalismo explota particularmente este efecto, un nacionalismo que no solo se circunscribe a las fronteras de un país, sino también a los de una ciudad, un barrio e incluso un bloque de vecinos. La religión reconoce a los suyos en función de las prácticas y la creencias, no a través de fronteras físicas, de modo que Internet parece estar fomentando la conexión entre acólitos, y no su disolución en la presuntamente uniformadora aldea global. Como el caso de los templos hindúes de la India que retransmiten sus ceremonias religiosas online: E-Darshan o Saranam, por ejemplo.
A través de Internet, las ideas religiosas llegan más lejos que nunca y anidan el cerebros separados entre sí por miles de kilómetros. Creando guettos digitales, convirtiendo el credo más marginal en una organización internacional. Es al menos lo que denuncia Evgeny Morozov, profesor en el Open Society Institute de Nueva York y experto en Internet, en su libro El desengaño de Internet:

Los tuits no disolverán todas nuestras diferencias nacionales, culturales y religiosas. Es posible que las acentúen. Se ha demostrado que carece de fundamento la creencia ciberutópica en que Internet nos convertirá en ciudadanos del mundo muy tolerantes, ansiosos por reprimir nuestros viles prejuicios y abrir nuestras mentes a lo que vemos en nuestros monitores. En la mayoría de los casos, los únicos que todavía creen en el ideal de una aldea global electrónica son quienes habrían sido cosmopolitas y tolerantes incluso sin Internet: la élite intelectual.

Frente a la amenaza de erosión de los pilares religiosos frente a la sociedad laica, las religiones no suelen debilitar sus rituales e ideas, sino que incrementan su pureza y la dificultad de acceso al credo. Eso expulsará a muchos creyentes, pero también favorecerá que los fieles que se mantienen en la congregación lo hagan con mayor fervor. Más refractarios a los cambios del exterior. Por ello, entre 1980 y 1996, el porcentaje de ultraortodoxos judíos que permanecieron en la yeshiva (seminario ortodoxo judío) y permanecieron fuera del mercado laboral a pesar de la arraigada pobreza en Israel, ha pasado del 40 al 60 %. Remata Eduardo Porter:

En Brooklyn, Nueva York, los judíos ortodoxos se esfuerzan por permanecer apartados de la sociedad laica e incluso de otros judíos. Los matrimonios entre mormones y no mormones suelen acabar en divorcio tres veces más que los emparejamientos entre mormones.

Tal vez, por esa razón, tras la modernización que sufrió la Iglesia católica durante el Concilio Vaticano II, que no ha detenido la sangría de fieles, el papa Benedicto XVI intentó deshacer algunas de las reformas, reintroduciendo la misa en latín o recuperando la indulgencia plenaria. Al poner las cosas más difíciles, quizá consiga recuperar clientela, evitando de paso la decantación de algunos fieles por religiones más estrictas y fervorosas como el cristianismo evangélico.
Otra cosa, claro está, es que la gente decida pertenecer a una religión por motivos distintos a los estrictamente asociados a la fe: ironía, cinismo, juego, moda, formar parte de algo que trascienda la individualidad. Solo así se explica que en Gran Bretaña haya 390.000 ciudadanos que se declaran seguidores de la religión Jedi (aquí también encontraríamos tal vez cierto efecto BIRG o sesgo endogrupal). O que el pastafarismo sea mi religión predilecta (lo cual tampoco deja de ser una forma de identificar con quienes iría a tomar un café sin conocerlos de nada. Así que, para darle la razón a Morozov, aquí tenéis, por la gracia de MEV, mi twitter: @SergioParra_).

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Patrick Thomas

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