Las reseñas ‘online’ de otros compradores no son tan fiables como parecen

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No hay nada que no aparezca opinado en internet. Productos, servicios, marcas, monumentos, obras de arte, tradiciones, personas. Se opina, también, sobre opiniones. La apoteosis de la subjetividad.

Leemos antes las opiniones de un artículo que el artículo; a veces, encajan tanto esas opiniones con nuestra necesidad de exaltación que descerrajamos más opiniones sin comprobar si lo que dicen que se dijo, se dijo de verdad. «No lo leo para no regalarle clics», es el nuevo argumento que reviste de responsabilidad social un comportamiento que simplifica la sociedad: la decisión de escuchar solo a los que opinan como tú.

Sufrimos un exceso. Las opiniones sobre actualidad se emiten como forma de venderse uno mismo. Publicitarse así es fácil: no hay una contrapartida seria. Pero ¿qué pasa cuando tienes que soltar billetes para adquirir un bien o un servicio? Entonces sí deseas que las opiniones se ciñan a la realidad. Entonces sí indagarías en documentación objetiva, aunque la publicara Kim Jong-un en su blog.

Según el Observatorio Cetelem, el gasto de los españoles en compras virtuales ha crecido un 38% desde 2016. El 21% de los consumidores adquiere algún producto cada 15 días. Y, según el barómetro de Kayak, el 87% de los viajeros lee las valoraciones de los huéspedes anteriores de un hotel antes de reservar.

La cantidad de versiones accesibles de un mismo tipo de objeto resulta inabarcable. Elegir desasosiega. Pagaríamos por un patrón seguro, por una guía. Pero no existe: la única asistencia son cientos de reseñas encabalgadas.

Antes de escribir los dígitos de la tarjeta de crédito, los usuarios requieren un consenso que les aporte seguridad: «Buscan información que les ayude a tomar decisiones que entrañen menos riesgos de todo tipo: de prestaciones, económicos, psicológicos, sociales, de oportunidad…», señala Benjamín Sierra, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid experto en Psicología del Consumo.

Hay algo adictivo en la revisión de las sensaciones de otros. Pero ¿cómo decidimos de qué fiarnos? ¿Qué anotaciones resultan más realistas? ¿Son nuestros propios juicios tan objetivos como deberían?

Benjamín Sierra explica que «las opiniones online emulan la comunicación boca a boca; se transmiten espontáneamente sin el control de las organizaciones responsables del producto o servicio», y eso hace que las sintamos más honestas.

La publicidad es sospechosa, sobre todo para el comprador virtual, habitualmente observador y puntilloso –internet cambió el paradigma, y los spots ya no tratan de convencer sino de hipnotizar–. Pero ignoramos qué se oculta detrás de los apuntes de otros usuarios. Desconocemos si actúan con sinceridad, si son primos o cuñados del dueño del local, si han recibido algún incentivo por opinar o actúan con morbo incendiario.

Hay una diferencia entre el oreja a oreja y los juicios de los usuarios. En el primer método se conoce al emisor del mensaje: sus fobias, sus filias, su humor, sus intereses… Es decir, tenemos herramientas para matizar el mensaje y ajustarlo a la realidad. Con el segundo, aparecen solo frases desnudas, envueltas en la seriedad y la contundencia del lenguaje escrito.

Y, a veces, no proceden de donde esperamos. TripAdvisor tuvo que iniciar una campaña bélica para limpiar los comentarios comprados y fraudulentos que les colaban en la web. Empresas como comentaok.com o real-tripadvisor-reviews.com ofertan a los hoteles y establecimientos paquetes de opiniones radiantes a buen precio.

El ‘Quijote’ es una basura

El New York Times publicó un artículo en el que recogía opiniones estrafalarias. Un viajero dijo sobre la Muralla China: «No entiendo el tirón de este lugar. Está realmente agotado y viejo».

Ocurre también con emblemas culturales e históricos patrios. Sobre el Teatro Romano de Mérida: «Carísimo pa’ lo que hay que ver», en las reseñas de Google. Sobre Don Quijote de La Mancha: «¡Realmente aburrido! La historia es ridícula hasta la espina. Detesto la forma de escritura y todo en general. El peor libro que he leído», en Lecturalia. O saltando de continente, sobre la Gran Pirámide: «Pensé que era más grande, se veía más grande en las fotos», escribió una visitante voraz.

Valoraciones ridículas: lo vemos claro porque hablan mal de cosas sagradas. Pero ¿cuántas de las opiniones entusiastas responden más a un afán de estar en la onda que de verter un juicio sincero? ¿Cuántos de quienes afirman trascender con el Quijote lo han leído? ¿Cuántos de los que halagan un restaurante prestigioso no quieren, sencillamente, identificarse con una experiencia glamurosa o compensar con su enardecimiento un despilfarro absurdo?

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Pantallazo de Lecturalia

La presión social difusa actúa también en las páginas de compra. Podemos articular nuestra opinión no en función de lo que pensamos, «sino de aquello que creemos que piensa la mayoría para ser aceptados», indica Sierra. Para él, la actitud de los reseñadores se mueve en la horquilla entre dos tópicos: «allá adonde fueres, haz lo que vieres» o «ande yo caliente, ríase la gente» (aquí entrarían quienes despotrican contra el Quijote o la Gran Muralla).

El espacio y los matices son inmensos entre ambos puntos cardinales, ¿en quiénes confiamos entonces?

Procesamos de manera distinta las reseñas positivas y las negativas. Cuando recibimos una retroalimentación positiva del entorno, «es como si el organismo interpretase que las probabilidades de riesgo son bajas» y presta menos atención a procesar la información. Si es negativa, nos alertamos y asignamos recursos para procesar la información con más detalle.

Ante aquello que nos agrada, que se ajusta a nuestras expectativas o esperanzas, reabajamos la suspicacia. Sin embargo, no es cuestión de que las opiniones sean positivas o negativas. Un exceso, una unanimidad de comentarios felices podría causarnos desconfianza y movernos a buscar notas discordantes.

Gestionamos las opiniones en función de su clima general, pero se trata de una meteorología irreal. Nunca disponemos de declaraciones suficientes como para trazar una idea proporcional de la satisfacción (o no) del total de clientes.

Comentar requiere un esfuerzo, hay que estar motivado: reseñan quienes tienen razones para hacerlo. Sierra señala varios alicientes: el enfado con una empresa que no ha cumplido nuestras expectativas; el agradecimiento a una organización que se preocupara por resolver algún problema; la necesidad de resolver disonancias o de reconocimiento o de sobresalir sobre los demás.

Incluso trasvasamos emociones: valoramos mejor un hotel si el balance general del viaje (de lo ocurrido fuera del hospedaje) nos ha agradado. «Una mala experiencia, como que nos extravíen el equipaje, o una buena, como conseguir un contrato ventajoso durante el viaje, podría afectar a nuestra opinión sobre la calidad del hotel», matiza Sierra.

Las opiniones de las plataformas no ofrecen una garantía total, pero son la mejor garantía con la que cuenta un comprador, al margen de trampas y microsobornos de algunas empresas para mejorar su reputación online. La publicidad ha perdido parte de su poder y ahora trabaja para embaucar y suavizar a quienes pondrán los puntos sobre las íes a sus productos. No siempre lo consigue.

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Patrick Thomas

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