El mar siempre fue un asunto que acomplejaba a Marcos. A sus 12 años, lo más cerca que había estado de aquella gran masa azul había sido gracias al cine o a las fotografías que sus compañeros de clase le enseñaban. Tal vez fuera algo parecido a la enorme horizontalidad de uno de los monocultivos de cereales de su pueblo. De hecho, la mera idea de pensar en la vuelta al colegio y tener que escuchar el relato de sus compañeros de clase narrando sus aventuras marítimas le despertaba terror.
Los días soporíferos en mitad de la estepa castellana pasaban rápido, como suele suceder durante el tiempo de descanso. Balón, polvo, barro y bicicleta se convertían año tras año en los cuatro pilares de su jornada. Por la noche, tras visitar rigurosamente el ultramarinos del pueblo y revisar todos y cada uno de los helados para acabar eligiendo alguno que devorar, aparecía la culpa, y de nuevo, por comparación. «¿Qué libros has leído, Marquitos?», esa cuestión, entonada por alguno de sus maestros, era el himno de su dolor de cabeza.
Lo cierto es que aquel niño no tocaba libro durante su exilio veraniego; de hecho, desarrollaba una enorme aversión hacia cualquier tipo de manuscrito en aquellas fechas, todos salvo aquella pizarrita repleta de fotos de helados. Le parecía antinatural leer en un periodo vacacional, una forma de alargar el suplicio de las clases.
Marcos asociaba cualquier escrito a aprendizaje, y el aprendizaje lo relacionaba con engullir conocimientos. Él lo tenía claro: de lo único que quería atiborrarse era de aquellos precocinados congelados. Pese a ello, el temor a la dichosa pregunta de sus profesores le reconcomía con más insistencia cada día.
Para Marcos, uno de los planes más entretenidos era pasear con su abuelo, un viudo octogenario que se hacía cargo del menor durante su estancia en el pueblo. «Mira, querido, estas flores son muy buenas cuando te duele el estómago; se cuecen y…», aquella era la undécima parada en el camino para mostrarle una nueva planta y sus múltiples usos medicinales. Marcos entonces decidió aventurarse a reproducir la misma duda que le venía atormentando.
—¿Abuelo, que libro te estás leyendo?
—Ninguno, hijo.
Aquella respuesta generó una sensación bastante agridulce en él. Por un lado, el niño vio diluida su responsabilidad en que su abuelo tampoco se dignase a tocar un libro. Por otro, ¿cómo era posible que su abuelo albergase tantas toneladas de conocimiento sin permitir a sus ojos posarse sobre un libro de botánica? Para el pequeño, este comenzar a hacerse preguntas estaba siendo algo parecido a despertar empapado en sudor y sin los deberes hechos.
Las jornadas tórridas en el pequeño pueblo de Castilla tocaron a su fin, y en las puertas del colegio, las anécdotas de los meses de descanso se intercambiaban como cromos: un primer amor, un primo que se había roto un brazo, un vecino que había reventado su coche… Y las malditas playas. El rostro de Marcos se torció al ver a sus padres silenciosos mientras escuchaban los relatos veraniegos de sol y costa del resto de progenitores.
¿Acaso los padres tenían vacaciones? Para él era normal, e incluso parte del encanto, prescindir de sus dos figuras paternas durante la temporada estival. Aquella novedad le chocó y acto seguido comenzó la ristra de incógnitas por averiguar: ¿a qué se dedicaban los abuelos en verano si no era a cuidar de sus nietos?
¿Tal vez se dedicaban a leer? ¿Sería su caso una excepción y el resto de padres también leerían empedernidamente? ¿Quizás lo hicieran también sus hijos? Y la más dolorosa de las preguntas, de ser su caso la excepción: ¿por qué tenía que ser precisamente su caso, sus padres, su abuelo y suya la maldita abstemia de playa y libros?
A medida que entraba en clase el pequeño se mantenía firme por no romper a llorar. Demasiadas dudas y de demasiado calibre para un crío. Le resultaba difícil comprender que aquella brecha generacional marcaría sin duda su futuro cultural. De hecho, era tan complejo de entender que ni sus maestros alcanzaban a comprender la magnitud del asunto.
No quedaba otra, sentarse y entonar un resignado mea culpa. Pero en un último acto de rebeldía interiorizada, Marcos pensó para sus adentros que, probablemente, sería el único niño del aula que sabría recitar de uno en uno todos los helados del ultramarinos de su pueblo, que podría diferenciar un trigo de un centeno y que pudiera discernir qué flor podría utilizar en caso de dolor estomacal.
«Nada mal para no haber pisado la playa», pensó. Rio unos instantes para sus adentros y rompió a llorar. «Ningún libro, profe».