Hay quien piensa, no sé por qué razón, que los científicos matamos la poesía de la vida con tanto analizar las cosas. Que somos unos sosos y que más allá de las ecuaciones y las teorías deberíamos quizá relajarnos un poco y simplemente disfrutar la belleza. Discrepo de esas opiniones. Para empezar, es falso que conocer e indagar, que investigar los detalles científicos del mundo, incluso de sus aspectos más sublimes cosifique la belleza, arruine el encanto o enfríe la maravilla.
Yo más bien diría que es al revés. ¿Sabían que las células del sistema inmunitario de una madre gestante se suicidan para no herir al bebé que la habita? Están entrenadas para eliminar cualquier elemento externo, cualquier invasión, y son realmente implacables. Sin embargo, en el preciso lugar en el que la madre y el bebé se encuentran en el interior de ella, las células del sistema inmunitario desisten de su función, se pacifican, y se matan para no matar. La primera vez que escuché a la chipriota Myrtani Piery hablar sobre cómo el amor de una madre llega incluso a ese nivel molecular me pareció que el poder evocador de los datos y los mecanismos científicos está demasiado poco presente en nuestro imaginario.
Si uno abre su sensibilidad y deja al intelecto formar parte de la fiesta, el disfrute se multiplica. A mí me resultan hermosas las matemáticas, las relaciones entre los números, y aunque no hace falta saber cuáles son las matemáticas que hay detrás de la obra de Richard Serra La materia del tiempo en el museo Guggenheim de Bilbao, la disfruto mucho más desde que conozco esas matemáticas. Pasa lo mismo con algo tan cotidiano como la refracción de la luz que produce el arcoiris o los colores que los componentes químicos de la atmósfera regalan cada atardecer, cada amanecer, en todas las latitudes.
Recientemente he leído que alguien se hacía la pregunta de si las sombras pesan. Sí, la sombra que proyecta las cosas, como la que perdió Peter Pan, o la que avisa que viene el malo en las pelis de terror. Puede parecer una pregunta ridícula, sin mucho sentido, ¿verdad? ¿Cómo va a a pesar una sombra? Simplemente delimita un lugar al que no llegó la luz. Efectivamente, la sombra no parece ser algo que pueda tener peso. ¿Pesa la luz? Bueno, estrictamente no. La luz está formada por unas partículas llamadas fotones que no tienen masa. Pero sí que tienen energía los fotones, y cuando la luz de una fuente lumínica llega a nosotros, esos minúsculos fotones nos golpean suavemente, como las gotas de una lluvia subatómica.
Nuestro peso es lo que nos mantiene atados a la tierra, esa fuerza de atracción que nuestro planeta ejerce sobre nosotros hacia su centro. Cuando la luz del sol nos ilumina desde lo alto, los fotones nos empujan hacia el suelo, contribuyendo, siquiera un poquito a la acción de la gravedad. Así que podemos hablar del peso de la luz, o al revés, de la liviandad de la sombra. El efecto es muy pequeñito; se calcula que más o menos de una milmillonésima de gramos por metro cuadrado. Una nada que ni notamos, pero que si calculamos nos dice que, por ejemplo, la península ibérica es unas 131 toneladas más ligera por la noche que por el día.
Vamos, que pasa como con «la luz de la ciencia», que añade un peso nuevo a la consistencia de la belleza de las cosas que nos rodean. Cierto es que hay muchísimas cosas que se disfrutan mucho en la oscuridad; no hace falta iluminarlas para gozarlas. Pero no me negarán que hay muchas cosas que se disfrutan de un modo distinto con una buena iluminación que deje ver todas las facetas, los colores, qué se yo.
Imagen de Kristina Alexanderson reproducida bajo licencia CC.
¿Cuánto pesa tu sombra?
