«Oh, my Ford»: Apaga el interruptor de Taylor (y dejemos de ser robots)

25 de julio de 2022
25 de julio de 2022
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Taylor y sus obreros deshumanizados

Cuando el dramaturgo checoslovaco Karel Čapek introdujo el concepto de robot en su obra teatral de ciencia ficción R.U.R. (Rossum’s Universal Robots) (1920), a partir de la palabra checa robota (que significa esclavo), estaba dirigiendo un dardo envenenado contra Frederick Taylor y sus obreros deshumanizados. El padre del taylorismo y de la organización científica del trabajo se había propuesto incrementar la eficiencia productiva de los empleados de la nueva economía industrial midiendo con precisión los tiempos y movimientos involucrados en cada tarea. 

Desde el punto de vista de Taylor, más importante que la experiencia y conocimiento del obrero especializado estaba la productividad, y esta solo podía alcanzar su máximo potencial si los obreros se plegaban a un patrón estandarizado y científico para realizar su trabajo. Mecánicamente. Como esclavos robots.

Si bien los principios del taylorismo no despertaron ningún entusiasmo entre los obreros, y menos aún entre los humanistas, la clase empresarial abrazó con júbilo aquella automatización donde el mismo asueto era no tanto una dádiva del trabajador como un elemento más de la ecuación de la productividad. Sobre todo, el empresario Henry Ford, que incluso llevaría mucho más allá el propio taylorismo hasta convertirlo, por derecho propio, en fordismo

No es exagerado afirmar que Ford necesitaba su propio epónimo, al nivel de darwinismo para Darwin o freudiano para Freud, pues su visión de la cadena de montaje de automóviles convirtió a los trabajadores en engranajes sin cerebro de una enorme maquinaria de productividad extrema. Pasó así de necesitar doce horas para fabricar un coche (año 1908) a una hora y media (año 1913). El precio de fabricación también fue reduciéndose exponencialmente: 850 dólares por unidad (1908), 500 dólares (1913), 390 dólares (1914) y 260 dólares (1927). Ford democratizó el automóvil a la vez que deshumanizaba al trabajador. Para algunos, de hecho, fue casi lo comido por lo servido.

Porque si bien era cierto que nadie había logrado fabricar automóviles de una forma tan rápida y barata como Ford, ¿cuál era el precio que estaban pagando por ello? Sus normas estaban tan desprovistas de humanidad que ni el término robot alcanzaba a describirlas: los obreros de las fábricas de Ford no podían hablar, tararear, silbar, sentarse o detenerse un segundo para pensar. «Y solo se les concedía una pausa de treinta minutos por turno para acudir al baño, comer o hacer sus necesidades personales», como explica Bill Bryson en su libro 1927: un verano que cambió el mundo.

Taylor y sus obreros deshumanizados

Fue entonces el escritor británico Aldous Huxley, en otra obra de ficción distópica, el que dirigió sus dardos mordaces contra la concepción del mundo de Ford: Un mundo feliz. En ella, el calendario del estado mundial fija el año 1908 como el inicio, al ser este el año en que se fabricó el primer Ford modelo T. Sus fechas son denominadas, en vez de a. C. (antes de Cristo) y d. C. (después de Cristo), como a. F. (antes de Ford) y d. F. (después de Ford). Aquí la palabra Ford es usada como sustitución de Señor, como alusión a Dios, (en inglés, Lord). Así, «¡Oh, Dios mío!» no sería «Oh, my Lord», sino «Oh, my Ford».

LA RESISTENCIA

El advenimiento de la economía industrial moderna en los primeros años del siglo XX no solo causó adhesiones. Muchos fueron los que se resistieron a adoptar aquel nuevo paradigma consistente en milimetrar la productividad del ser humano, a pesar de que hogares, fábricas y oficinas empezaron a llenarse de relojes, reglas, balanzas, termómetros y hasta máquinas de fichar. 

Rilke fue uno de ellos porque intuía que su creatividad florecía más impetuosa cuando invertía tiempo en no hacer nada; una idea que había resonado en Séneca y Cicerón cuando reivindicaron el tiempo lejos del ajetreo diario para el estudio de la historia o la filosofía. En ocasiones, también Rilke se sentía paradójicamente más productivo cuando estaba desocupado, ocioso, vacacional. Más tarde, la literatura científica cimentaría esta intuición en robustos datos empíricos. 

Necesitamos periodos en los que no hacemos nada productivo, en los que solo nos dejamos llevar por el momento, para desarrollar totalmente nuestro potencial. Como explica el investigador científico estadounidense Andrew J. Smart en su libro El arte y la ciencia de no hacer nada: El piloto automático del cerebro:

«Investigaciones recientes han revelado que es probable que algunas formas de autoconocimiento solo se nos presenten en estado de ocio. La red neural por defecto se activa solo cuando estamos en reposo, pero también cuando centramos nuestra atención en nosotros mismos y nos entregamos a la introspección. La mente empieza a vagar, y los contenidos de nuestro inconsciente se filtran en la conciencia. La red neural, por defecto, nos permite procesar información vinculada con relaciones sociales, nuestro lugar en el mundo, nuestras fantasías respecto del futuro y, por supuesto, las emociones».

Para Rilke, para Smart y para otros ateos anticlericales del Dios Ford, el taylorismo debe quedar atrás, y desde su nuevo credo nos conminan a dejar de ser un robot, a apagar el interruptor. A que no aspiremos a la productividad, al menos no en todas las circunstancias. No ya solo porque la vida no debe, no puede ser eso, sino porque los verdaderos saltos de creatividad (acaso también de productividad) se dan cuando tenemos tiempo de estar con nosotros mismos o con los demás. Sin la meta en el horizonte mental. Sin deadline. Sin tratar de aliviar el comecome que hoy producela procrastinación. Entregándonos por fin, panza arriba, también un poco desde una vertiente epicúrea, al asueto de la canícula.

 

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